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OPINION
El único a la izquierda

Por Alfredo Grieco y Bavio

El libro preferido de Bill Bradley es Victoria (1915), una novela tardía de Joseph Conrad. Si algo parecía seguro en las superinternas de ayer es que el precandidato demócrata iba a ser derrotado avasalladoramente por el actual vicepresidente norteamericano Al Gore. Por un lado, Bradley no es ninguna figura atípica. Ex campeón de básquetbol, atleta olímpico, tres veces senador por New Jersey, y con su beca Rhodes en Oxford como Bill Clinton, puede posar de héroe norteamericano clásico. Pero más acá de la nada indiferente cuestión de las desigualdades en el acceso a los fondos y al aparato partidario, Bradley estaba destinado a perder por izquierdista. O, al menos, por colocarse mucho, mucho más a la izquierda de lo que toleran los actuales estándares de la política norteamericana. Bradley cree que la ley y las políticas públicas son las herramientas imprescindibles para mejorar la calidad de vida en una democracia. Cree que negros y homosexuales siguen sufriendo de diferentes formas de discriminación y aun de exclusión: no en vano el cineasta Spike Lee hizo campaña en su favor. Una de sus diferencias ideológicas más marcadas con Gore fue su énfasis en la necesidad de que el gobierno asegure cobertura médica universal. De este modo, subrayaba algo que la mayoría de los norteamericanos no ha convertido en una reivindicación: hasta qué punto los que no pueden pagarse el seguro médico dependen de la caridad de las empresas. Los héroes de Bradley se llaman Franklin D. Roosevelt y Lyndon B. Johnson. Ambos fueron impulsores de grandes programas de gobierno y de gasto estatal. Bradley cree que la situación de prosperidad que viven los Estados Unidos y las bajísimas tasas de desempleo esconden una vulnerabilidad básica de los trabajadores. Una vulnerabilidad de la que ni siquiera son conscientes �o, en el peor de los casos, que prefieren esconder� los grandes sindicatos. De hecho, Aflcio dio su apoyo a Gore. Bradley dedicó el lunes algunas de las últimas horas útiles de su campaña a hablar a más de cien personas que no eran votantes: los alumnos de una escuela en el Bronx. Algunos los interpretaron como una muestra del fatalismo que había descendido sobre la campaña. Una de las moralejas de la novela de Conrad es que su protagonista, un sueco llamado Heyst, era un hombre que pensaba demasiado. Y eso lo llevó, finalmente, a su destrucción.

 

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