Por Luciano Monteagudo
Pasaron
ya más de cincuenta años del fin de la Segunda Guerra Mundial, pero el
Holocausto, en el que murieron seis millones de ciudadanos europeos de
origen judío, no deja de ser noticia, casi todos los días. Puede ser
alguna nueva declaración de Joerg Haider, el líder del Partido de la
Libertad austríaco, intentando camuflar �apenas un poco, para calmar
los ánimos de los países vecinos� su ideología nazi. O la revelación
pública de las 1200 páginas del diario personal de Adolf Eichmann, el
ejecutor de la siniestra �solución final� instrumentada por el
régimen de Adolf Hitler, páginas que �créase o no� son ahora
evidencia necesaria para probar que el Holocausto existió en toda su
magnitud. O puede ser simplemente un film, titulado Martin, que a fines
del año pasado ganó el premio al mejor documental en el Festival de
Jerusalén y que ahora acaba de tener su estreno mundial en el reciente
Festival Internacional de Berlín, una muestra particularmente sensible al
cine preocupado por no dejar que el tiempo borre las huellas del nazismo.
¿Es posible que un hombre, durante el último medio siglo, haya decidido
ir todos y cada uno de sus días al que fuera el campo de concentración
de Dachau, donde estuvo prisionero? Ese es el caso de Martin Zaidenstadt,
un judío alemán de 87 años, protagonista excluyente de este
film-encuesta dirigido por el cineasta israelí Ra�anan Alexandrowicz,
un trabajo que indaga un tema hasta ahora inédito: la brecha entre
conmemoración institucional y memoria personal, la diferencia entre
verdad histórica y experiencia emotiva íntima.
Según contó en Berlín el propio Alexandrowicz (30 años, egresado de la
Escuela de Cine Sam Spiegel, de Tel Aviv), dio con la historia de Martin
�como suele suceder en estos casos� por absoluta casualidad. En 1996,
mientras participaba en un festival de escuelas de cine en Munich,
resolvió dedicar una tarde a visitar con dos amigos el memorial que
actualmente preserva lo que fue el campo de concentración de Dachau,
ubicado apenas a una hora de tren de la ciudad. Después de unos pocos
minutos en el lugar, se dio cuenta de que allí no había nada que lo
conectara genuinamente con la experiencia del Holocausto, que todo en el
lugar parecía frío, distante, lejano. Hasta que fue interceptado por
Martin. Allí, Alexandrowicz se encontró con un hombre un tanto brusco,
casi agresivo, que se cruzaba en el camino de los �turistas� y los
obligaba a abjurar de esa condición, forzándolos a escuchar su
testimonio como sobreviviente del campo.
Alexandrowicz no tardó en volver a Dachau �esta vez con una cámara de
video digital� para saber quién era realmente Martin y cuál era la
historia de ese hombre a quien las autoridades del memorial no podían
impedirle la entrada, pero a quien toleraban con evidente molestia y
recelo. Lo que va encontrando paulatinamente el film �y el espectador al
mismo tiempo que el realizador, ya que Alexandrowicz eligió un registro
crudo, sin investigación previa� es un personaje insólito,
desconcertante, incluso ambiguo. Ese eterno habitante de Dachau tiene la
virtud evidente de poner en crisis la noción del campo como mero museo.
Es más: señala a sus visitantes aquellos lugares que han sido
deliberadamente alterados, como el inmenso árbol que servía de paredón
de fusilamiento y que fue extirpado, quizás para evitar la evidencia de
las balas en su tronco. También cuestiona la información que ofrecen las
actuales autoridades del lugar, que afirman que en Dachau (a diferencia de
Auschwitz y Birkenau) las cámaras de gas nunca llegaron a funcionar, algo
que Martin desmiente.
Pero sucede que Martin, al menos en un comienzo, no dice toda la verdad.
Se presenta primero como un ex soldado polaco, y que como tal fue
considerado prisionero de guerra y se salvó en Dachau de una muerte
segura. A medida que avanza el film, sin embargo, el propio Martin
confiesa que en verdad es judío, que toda su familia murió en el
Holocausto y que si sobrevivió fue gracias a que ocultó celosamente su
origen. La película tampoco disimula el disgusto del propio realizador
cuando descubre que Martin, después de ofrecer su testimonio a algunos
visitantes (particularmente estadounidenses), les pide dinero,
convirtiendo así sus recuerdos en mercancías. Pero lo que va logrando la
película �que se verá en Buenos Aires a comienzos de mayo, en un ciclo
dedicado al Holocausto organizado por la Embajada de Israel� es
justamente dar cuenta de toda esta complejidad, en la que va apareciendo
el poliédrico retrato de un hombre, con todas sus contradicciones. Para
Alexandrowicz, lo que importa de Martin no es tanto lo que puede aportar a
la verdad histórica como lo que refleja de la experiencia de un hombre
marcado de por vida por la tragedia de la guerra. Un hombre que no puede
separarse del lugar en el que pensó que iba a morir y al cual vuelve
diariamente, desde hace cincuenta años, como si se hubiera impuesto esa
penitencia por el solo hecho de haber sobrevivido.
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