Quién hubiera dicho hace tres décadas que
ese hombrecito de pecho tachonado de chatarra y voz aflautada, impropia de
un general benemérito: el que no vacilaba en llenar de prisioneros un
estadio, iba a refugiarse en la debilidad y pedir clemencia en nombre de
sus años. El general Augusto Pinochet Ugarte, senador vitalicio, se escudó
en la atrofia del lóbulo frontal, adujo invalidez y se hizo el gagá. El
recurso, llamativamente, funcionó. Como si la decrepitud de Augusto
Pinochet Ugarte no hubiera sido un dato previsible desde los mismos días
en los que el mundo se conmovía con la visión de La Moneda en llamas y
los camiones descargando montañas de cadáveres en las banquinas. Como si
en aquel comandante en Jefe, desleal y cincuentón, no hubiera estado
presente ya el octogenario de hoy. Para qué tanta demora, puede
preguntarse uno, y no haberlo beneficiado entonces, en consideración al
viejo que iba a ser. Eso sí, no contaron con que el senador vitalicio se
tomaría una pequeña venganza y poniendo un toque boulevardier a la
espinosa cuestión de estado. Al tocar pista se levantó como un resorte
de la silla de ruedas y caminó, erguido y ligerito, hacia la exquisita
concurrencia que lo aguardaba, bañada en lágrimas.
Es probable que los médicos británicos no hayan podido advertir
que el proceso agudo que afectaba a Pinochet era el síndrome Valladares.
El que se manifestó en toda su virulencia cuando Armando Valladares llegó
a Madrid igual que el senador vitalicio a Santiago: en silla de ruedas.
Valladares era el poeta-héroe del anticastrismo, torturado hasta la
demolición, decían, en las cárceles del régimen. Muy pronto --apenas
lo que lleva cruzar el Atlántico-- quedó en claro que ni lo uno ni lo
otro. Valladares ni murió ni fue guerrero. Era un patán, un vividor,
autor de unos versitos escandalosamente malos. No más pisar Barajas,
olvidado de sus dolencias, corrió alegre hacia la comitiva que esperaba
al presunto rehén político. El mismo mal postró a Eduardo Massera, a
Jorge Rafael Videla y a Cristino Nicolaides. Es que estos hijos de la
crueldad, llegado el caso, no se aguantan nada. En la mala, los dictadores
se hacen los chanchos rengos. Los salvadores de la patria se achuchan a
las duras y se agrandan a las maduras.
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