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Artífice de la Compañía
Galiano 108 (nombre que proviene del domicilio en el que el grupo
trabaja), fundada en La Habana en 1990, Acosta ha recibido numerosos
premios, tanto en su país
como en el extranjero, presentando, entre otros unipersonales, este Santa
Cecilia, Cuando Teodoro se muera (también estrenado en Buenos Aires), La
virgen triste y Federico �La Habana-Lorca. Su propuesta es, básicamente,
indagar en los rituales de la cultura afrocubana --como lo demuestra ahora
en la Sala María Guerrero del Cervantes--, sin desestimar técnicas
orientales. En este trabajo que dirige José González --egresado de la
Escuela Nacional de Artes Escénicas de Cuba y realizador de más de
veinte puestas en su país, y montajes y talleres en México, Costa Rica,
España y Rusia (en Moscú)--, la protagonista juega en algunas secuencias
a derribar la cuarta pared, inquiriendo sobre asuntos tales como qué es
reír o qué cosa es el tiempo, a la espera de que alguien -�según
dice-- tenga el coraje de contestarle sin citar a Marcel Proust ni a Alejo
Carpentier. La evocación de hechos y personajes históricos de la isla, en cuyo mar este ánima acabó su vida, nunca es compacta, y tampoco de carácter coral, colectivo. Se desarrolla basándose en experiencias individuales, en las sensaciones que le despiertan las voces de artistas admirados (Caruso, por ejemplo); en la memoria de las siestas de juventud, de los objetos escondidos en algún secreto baúl y del lamento de los boleros, como aquel que dice "pobrecitos mis recuerdos que no piensan más que en ti". El resultado es un pastiche de hechos misteriosos y asuntos banales, de reflexiones y frases sentenciosas y cursis. Una escritura escénica polifónica que enlaza elementos del teatro experimental con otros propios del arte popular cubano, característicos en la producción de Abilio Estévez (1954), autor, entre otras piezas, de Zenea (su ópera prima), Hoy tuve un sueño feliz (o Un sueño feliz), La verdadera culpa de Juan Clemente, Perla marina y de esta jaranera y agónica Santa Cecilia.
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