Ninguna
flor
Por Roberto Cossa |
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El aviso ofrecía el
departamento que andaba buscando: Corrientes y Pueyrredón, edificio
antiguo, cuatro ambientes y dependencias. La ubicación me convenía y el
alquiler parecía razonable. Marqué el número de teléfono y del otro
lado escuché una voz cascada, de mujer vieja. Le dije que hablaba por el
aviso y quedamos en que visitaría el departamento esa misma tarde a una
hora convenida.
Tengo costumbre de investigar detalladamente el lugar donde voy a vivir
antes de tomar la decisión. Así que me metí en el subte con tiempo
suficiente. Trepé los escalones de la estación Pueyrredón y salí a la
calle por la esquina sudeste. Cuando llegué a la vereda y alcé la vista,
se me apareció el edificio con toda su imponencia: una mole de paredes
cuidadas, color arena, quebradas por los hierros de balcones negros,
simétricos y brillantes. Una construcción de esas que crecieron en el
Buenos Aires de la época dorada. Sólida y armoniosa.
Me dije que valdría la pena vivir en ese edificio. Sin embargo, algo
desentonaba. La casa despedía un aire triste a pesar de la claridad de
las paredes y la buena conservación del edificio. Pero nada empañaba su
majestuosidad.
Crucé la avenida y me enfrenté con la puerta señorial; hice sonar el
portero eléctrico. La voz cascada me obligó a identificarme, atravesé
el pasillo palaciego y me introduje en el ascensor de madera oscura y
espejos pulidos.
Apenas toqué el timbre del departamento, se entreabrió la puerta
contenida por una gruesa cadena y en la hendija asomó el rostro
apergaminado de una mujer. Me relojeó largamente sin disimular su
desconfianza, cerró la puerta, destrabó la cadena y me dio paso. La
vieja caminaba muy lentamente, apoyada en un corralito de metal.
Avancé hacia el centro del living. Era como me lo había imaginado.
Amplio, de construcción fuerte, con mucha y buena madera. Recorrí todos
los ambientes, me detuve especialmente en la generosa cocina. Volví al
living en el momento en que la anciana se desplomaba en un sofá de dos
cuerpos, extenuada por el esfuerzo. Pensé que no le quedaba mucho tiempo
de vida. Hablamos brevemente de las condiciones y nos pusimos de acuerdo.
Luego le pedí permiso para hacer una última recorrida.
Salí a uno de los balcones, me asomé a la avenida Pueyrredón y, como al
pasar, comenté:
�Hermosos balcones para llenarlos de flores. A mi esposa le encantan las
flores.
�No se lo van a permitir.
Miré a la vieja con extrañeza.
�Está prohibido poner flores en los balcones.
�¿Y por qué?
�Orden del consorcio.
�Es extraño...
�No se discute, dijo cortante. No se permiten flores en los balcones.
Nunca se permitieron.
Iba a empezar a protestar cuando comprobé que la viejita estaba llorando.
Me pareció que todo lo que podía hacer era sentarme a su lado, como un
gesto solidario. Estuvimos varios minutos, uno junto al otro, hasta que la
vieja dejó de llorar y con su voz cascada rompió el silencio.
�No es cierto, no siempre fue así. Hubo un tiempo que los balcones
desbordaban de flores.
�¿Hace mucho de eso?
La vieja sonrió por primera vez. Pero la sonrisa me pareció más
dolorosa que el llanto. Se tomó un tiempo para contarme la historia.
�Yo tenía catorce años y me enamoré perdidamente. Era el hijo del
portero, un hermoso muchacho que soñaba con cambiar el mundo. Me
escribíaversos y me los pasaba por debajo de la puerta. Y desde la
terraza me arrojaba flores que caían en los balcones. Llenaba los
balcones de flores en mi homenaje.
Hizo una pausa y agregó.
�Pero era el hijo del portero, ¿usted me entiende? Mis padres se
enteraron y casi enloquecieron. Exigieron al consorcio que echaran a la
familia.
�¿Los echaron?
�No sólo eso. Además prohibieron que se pongan flores en los balcones.
Se hizo otro largo silencio. La vieja seguía llorando y me sentí
obligado a ser amable.
�¿Y qué se hizo del muchacho?
�No lo volví a ver. Pero no lo pude olvidar nunca. Lo amo y lo amaré
siempre. Guardé sus versos y los leo todas las tardes.
No pude con la curiosidad.
�¿Y usted se quedó soltera?
�Mis padres hicieron todo lo posible para que lo olvidara. Me quisieron
casar con el hijo de uno de los socios fundadores de Pippo. Pero me
negué.
Permanecimos callados mientras el crepúsculo ensombrecía el antiguo
departamento. Sólo se escuchaba el llanto de la anciana en la penumbra.
Me puse de pie, le dije que la iba a llamar si me decidía a alquilarlo.
Tuve la impresión de que no me escuchaba.
Salí a la avenida Pueyrredón, crucé la calle y desde la vereda opuesta
me volví para mirarlo una vez más. Un hermoso edificio. Fue en ese
momento que se me ocurrió contar los balcones. Cincuenta y seis.
�Cincuenta y seis balcones y ninguna flor, me dije. Y comprobé, con
dolor, que Buenos Aires ya no es lo que alguna vez pudo ser.
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