Desde
el Concilio Vaticano II, el ecumenismo fue una de las principales
armas de la Iglesia Católica en su combate contra un mundo al que veía
amenazado por una secularización social y jurídica ya irreparable en
Europa Occidental. El acercamiento a otras confesiones, primero a los
cristianos, y luego a judíos y musulmanes, fue el expediente más
prestigioso, más eficaz, y sobre todo, más inmediato para sentar las
bases de una internacional fundamentalista que pudiera ofrecer un
frente cerrado y común. Creyentes del mundo, uníos, era una consigna
que obedecieron con disciplina, desatendiendo a las diferencias que
antes parecían insalvables y que justificaron las matanzas de las
guerras de religión. Una de las ventajas, que ya dio pruebas de sus
frutos, fue la abogacía especializada de aquellas instituciones,
valores y comportamientos socavados por la secularización. En
Conferencias internacionales de Población, fundamentalistas de todas
las religiones han coincidido en la negación a las mujeres del
ejercicio de sus derechos reproductivos, en el rechazo al aborto y los
anticonceptivos, en la condena de la homosexualidad, en la ideología
familiarista. En el mea culpa de ayer y en las 40 páginas del
documento Memoria y reconciliación el ecumenismo y el recuerdo
revelaron sus límites prácticos. Se reconocieron, es cierto, los crímenes
contra los judíos, y también otros crímenes hoy poco presentables.
Hasta hace no demasiado tiempo, eran la "gesta" de las
Cruzadas o de la evangelización de América. Ni el Papa ni los
autores del documento deslindaron al catolicismo histórico de su
doctrina "eterna", ni reflexionaron sobre cómo la teología
sobredetermina las acciones. Tampoco hubo una crítica de la jerarquía
eclesiástica, presente o pasada. Más bien, se prefirió hablar de
"hijos e hijas de la Iglesia" y deplorar los
"excesos" de una represión en nombre de la Verdad. Este
mismo marco que se dio la Iglesia habría permitido mencionar otros crímenes.
Así, los homosexuales italianos protestaron por el documento. La
Iglesia siempre preconizó el exterminio de la homosexualidad
(quemando vivos a quienes la practicaban), y aún hoy recomienda la
discriminación. Sin abandonar su posición dogmática, el documento
podría haber mencionado que lamentaba esos "excesos". Pero
eligió callar. Sabe que cualquier admisión de las debilidades o la
perversidad de su magisterio, o de las acciones de sus representantes,
enturbia la credibilidad de la religión en el mundo.
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