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OPINION

Parte de la religión

Por Alfredo Grieco y Bavio

Desde el Concilio Vaticano II, el ecumenismo fue una de las principales armas de la Iglesia Católica en su combate contra un mundo al que veía amenazado por una secularización social y jurídica ya irreparable en Europa Occidental. El acercamiento a otras confesiones, primero a los cristianos, y luego a judíos y musulmanes, fue el expediente más prestigioso, más eficaz, y sobre todo, más inmediato para sentar las bases de una internacional fundamentalista que pudiera ofrecer un frente cerrado y común. Creyentes del mundo, uníos, era una consigna que obedecieron con disciplina, desatendiendo a las diferencias que antes parecían insalvables y que justificaron las matanzas de las guerras de religión. Una de las ventajas, que ya dio pruebas de sus frutos, fue la abogacía especializada de aquellas instituciones, valores y comportamientos socavados por la secularización. En Conferencias internacionales de Población, fundamentalistas de todas las religiones han coincidido en la negación a las mujeres del ejercicio de sus derechos reproductivos, en el rechazo al aborto y los anticonceptivos, en la condena de la homosexualidad, en la ideología familiarista. En el mea culpa de ayer y en las 40 páginas del documento Memoria y reconciliación el ecumenismo y el recuerdo revelaron sus límites prácticos. Se reconocieron, es cierto, los crímenes contra los judíos, y también otros crímenes hoy poco presentables. Hasta hace no demasiado tiempo, eran la "gesta" de las Cruzadas o de la evangelización de América. Ni el Papa ni los autores del documento deslindaron al catolicismo histórico de su doctrina "eterna", ni reflexionaron sobre cómo la teología sobredetermina las acciones. Tampoco hubo una crítica de la jerarquía eclesiástica, presente o pasada. Más bien, se prefirió hablar de "hijos e hijas de la Iglesia" y deplorar los "excesos" de una represión en nombre de la Verdad. Este mismo marco que se dio la Iglesia habría permitido mencionar otros crímenes. Así, los homosexuales italianos protestaron por el documento. La Iglesia siempre preconizó el exterminio de la homosexualidad (quemando vivos a quienes la practicaban), y aún hoy recomienda la discriminación. Sin abandonar su posición dogmática, el documento podría haber mencionado que lamentaba esos "excesos". Pero eligió callar. Sabe que cualquier admisión de las debilidades o la perversidad de su magisterio, o de las acciones de sus representantes, enturbia la credibilidad de la religión en el mundo.

 

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