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OPINION

Las siete vidas del gato

Por Carlos Polimeni

El día de junio de 1999 en que la fatalidad emboscó a Raúl Alfonsín en una ruta de Río Negro, un escalofrío de espanto recorrió el espinazo argentino. Las imágenes del ex presidente inmovilizado en una camilla, su rostro congestionado por el dolor, representaban algo más que una mala noticia: parecían un directo a la mandíbula de la conciencia cívica. No era un político el que se disponía a luchar --con ayuda médica-- por su vida. Alfonsín postrado recuperaba su valor de símbolo de una etapa de la vida nacional. No hubo ninguna especulación política en la intensa repercusión que ese accidente tuvo: Alfonsín herido era un padre herido. Hubo muchos suspiros de alivio cuando, por fin, zafó. El accidente lo había catapultado a un hiperespacio donde acaso debió haber estado desde antes. Un lugar sin límites en el que los que hicieron, disfrutan del reconocimiento y se dejan de bajar a las pequeñeces de la política.

  La tarde de marzo del 2000 en que Charly García tentó a la fatalidad con su salto desde ¡un noveno piso! hacia una pileta de natación con 2,50 metros de agua, un escalofrío similar recorrió el espinazo nacional. Las imágenes de Charly cayendo al vacío como un sea monkey descontrolado parecieron la farsa de un suicidio, una especie de broma cruel de un payaso pasado de rosca. Como cuando el accidente de ruta en Río Negro le recordó al mundo que Alfonsín es tan mortal como cualquiera, la experiencia de clavadista de Charly puso a mucha gente ante la sensación de que un día puede hacer lo mismo en serio. O equivocarse por unos centímetros en el cálculo. Aquí, allá, en muchas partes, se agradeció que la caída le hubiese salido bien. Charly --¿qué duda cabe?-- tiene su lugar ganado en el inconsciente colectivo nacional. Llegó hasta allí con armas bastante menos peligrosas que las que suelen manejar los políticos.

  Charly dice que su acto de arrojo fue una respuesta artística a una serie siniestra de sucesos que rodearon su estadía en Mendoza. Que su visión de la vida es artística, es una realidad innegable. De hecho, ya escribió dos canciones sobre su falso salto mortal y las interpretó como invitado de Joaquín Sabina, el viernes pasado en el Luna Park. Una se llama "Me voy a tirar de un noveno piso". La otra "Me tiré por vos". Siguiendo esa lógica, podría explicar al mundo su temporada en el infierno componiendo ahora temas como "La tarde que fui Scarface", "Brillé para 40 mil y me dejaron solo", "¿Quién puede acosar a un hipopótamo?", "Mercedes salió corriendo", "El sillazo fue del manager" o "Yo sólo toco el pianito cuando quiero". Sin embargo, el recurso de la broma sobre el casi espanto se agota, y a lo largo queda flotando el espanto.

  Lo que brotó a Charly una vez más es lo mismo que viene brotándolo desde que era un hippie, en los '60: el choque de su temperamento genial con los bemoles de la autoridad rígida. De esa confrontación nacieron y nacerán sus canciones, que no en vano cautivaron --y cautivarán-- a jóvenes y no tanto de por lo menos tres generaciones. Cuando Charly sintió que otra vez lo habían dejado solo --otra vez, como cuando debió incorporarse a la colimba, o cuando murió su padre, o cuando lo internaron, o cuando murió su hermano-- hizo un numerito escandaloso. Los que venían ayudándolo a manejarse no pudieron con su energía, con ese vibrato tóxico que preludió el salto hacia la nada, que terminó siendo el agua. ¿De qué te sirve todo cuando estás preso del absurdo?

  El salto de Charly terminó siendo como el choque de Alfonsín. Nos obligó a ver lo que no estamos preparados para ver. Charly no anduvo por el aire como si fuese un pájaro: anduvo a contramano entorpeciendo el sábado. Apareció nadando, como si nada hubiese pasado, porque, una vez más, la suerte estuvo con él. O porque La Muerte lo supo gato, y se quedó esperándolo, contando las vidas que le quedan. El miedo siempre está en la cara de los otros.

 

 

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