|
Bogie era --es-- por supuesto
Humphrey Bogart. Y resulta imposible imaginar hoy al detective privado Sam
Spade con otro rostro que no sea el de Bogart (y mucho menos con el de
George Raft, que siempre pareció escapado de la barra de amigos de Tito
Lusiardo en alguna película con Carlos Gardel). De hecho, fue a partir de
El halcón maltés que Bogart convirtió su imagen en un icono cultural,
en la encarnación del prototipo del detective privado creado por la
novela negra norteamericana. Tanto que poco después de haber sido el Sam
Spade que concibió Dashiell Hammett, fue también su rival (al menos en
la literatura): Philip Marlowe, en Al borde del abismo (1946), de Howard
Hawks, basada en El sueño eterno, una de las dos mejores novelas de
Raymond Chandler (la otra es, claro, El largo adiós).
Pero a veces las fechas
importan y El halcón maltés llegó antes. Hay también quienes prefieren
el Marlowe que mucho después compuso el cansado
Robert Mitchum, pero ya nadie puede pensar en un Sam Spade --en la
forma laxa de sostener un cigarrillo entre sus dedos, en la manera de
lanzar una parrafada como si fuera una ametralladora, en el estilo con que
lleva una pistola ("Un revólver en manos de Bogart deviene un arma
casi intelectual", decía André Bazin)-- que no sea Bogie.
Curiosamente, las cosas no le
iban demasiado bien hasta que encontró la oportunidad de su vida en este
personaje. Hacía casi una década que venía trajinando los sets de la
Warner, pero cada vez con suerte más adversa. Un primer repunte fue la
memorable Alta sierra (1941), de Raoul Walsh, con libreto del joven
Huston, que venía afilando sus uñas en el departamento de guionistas del
estudio. Y casi sin solución de continuidad le llegó El halcón maltés,
una producción clase "B" que el propio Huston le había
propuesto a la Warner como el vehículo ideal para lanzarse a la dirección,
a pesar de que la novela de Hammett ya se había filmado antes un par de
veces, sin la menor repercusión.
El éxito de Bogart fue también
el éxito de Huston, que en su primera película como director logró
reunir un elenco impecable --Mary Astor, Peter Lorre, el sorprendente
debut cinematográfico de ese orbe obeso que era Sydney Greenstreet-- para
una película que definiría de una vez y para siempre lo que a partir de
ese momento la crítica francesa definió históricamente como film noir.
El cine norteamericano denominado "policial" o "de gángster"
ya existía, por supuesto, desde los comienzos del sonoro (con la Warner
Bros. como estudio emblemático del género), pero fue con The Maltese
Falcon que aparecieron de un solo golpe todos y cada uno de los tópicos
del cine negro: la atmósfera cruel y decadente en la que unos personajes
se baten inútilmente, como si ya estuvieran vendidos; la noche eterna
como único escenario; la misognia irónica y la ambigüedad moral del
protagonista, recorriendo siempre una frontera cada vez más borrosa entre
la ley y el crimen.
Para Guillermo Cabrera Infante,
"en El halcón maltés los afanes de
héroes y villanos son trabajos de crimen perdidos: el halcón es
una copia, una falsificación". Como se sabe, el fracaso sería luego
una constante en toda la obra posterior de Huston, el tema central de su
cine, hasta su última película, Desde ahora y para siempre (The Dead,
1987) sobre un relato de James Joyce, donde el fracaso tiene la forma del
amor perdido. Pero ese eterno fracaso, que no esconde un persistente
estoicismo, está hecho siempre del mismo material que el halcón. Como
dice Bogart, al final del film, parafraseando a Shakespeare: "De la
materia que están hechos los sueños".
|