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Aznar se negó a aceptar el
desafío del socialista Almunia para un cara a cara ante las cámaras de
cualquier cadena de TV. Consciente de su ventaja de salida, el presidente
no quería concederle al aspirante un territorio que a priori tenía
acotado, pero no contaba con la revisión crítica del guiñol. Los
guionistas han ido construyendo el imaginario de Aznar y Almunia a partir
de la sabiduría convencional transmitida por los medios de comunicación.
Se diseña así un Aznar irrelevante, incoloro, inodoro, insípido, machacón,
poco hábil cuando trata de llegar al nivel de la ironía y menos todavía
cuando se sube a las cumbres de la trascendencia. Un Aznar obsesionado por
su carencia de carisma, defecto que pretende convertir en virtud, como si
el carisma fuera una incorrección en tiempos de hegemonía de lo
correcto. De hecho, Aznar heredó la obsesión anticarismática de los
tiempos en que daba la réplica a Felipe González y todos le señalaban
con el dedo: Vd. no tiene carisma y González sí. Como la madrastra de
Blancanieves, Aznar se desesperaba cuando cada noche el espejo le
contestaba: No, Felipe González todavía tiene más carisma que tú. Por
eso presume de que ha conseguido gobernar España sin carisma y se indigna
ante la posibilidad de haber contraído carisma como si se tratara de un
virus.
Porque la excelencia del resultado tal vez no se deba solamente a los buenos que son los guionistas y los manipuladores de los guiñoles. Tal vez cuentan con una complicidad inesperada: la de los políticos que cada vez más se parecen a sus caricaturas, como si fueran atraídos por ellas, como insectos flotantes en las aguas atraídos por los sumideros. Los ingleses ensayaron la crueldad diabólica de los Spitting Images, los teleñecos capaces de apoderarse del alma de los protagonistas reales de la Historia de Papel, es decir, de la historificación mediática. Terrible sospecha para un Platón del siglo XXI. ¿Nos gobiernan los políticos? ¿Sus guiñoles? ¿Sus caricaturas?
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