Por Hilda Cabrera
�Nuestro
querido George Tabori no se rindió y sigue su combate desde el teatro.�
El director argentino Jorge Lavelli desliza esta idea para explicar su
abordaje de Mein Kampf (una farsa), uno de los textos más revulsivos del
dramaturgo húngaro, cuya familia murió en los campos de concentración
nazis. La versión de Lavelli de Mein Kampf se estrenará el viernes en el
Teatro San Martín y representa una de las propuestas más importantes de
toda la temporada 2000. Radicado desde 1960 en Francia, Lavelli aspira a
que esta pieza genere debate más allá del tema específico del nazismo,
puesto que se trata de �un alerta respecto de otras persecuciones y
exterminios. El nazismo no terminó con Hitler�.
Aun cuando no se la mencione explícitamente, la Shoá está en el centro
de este montaje, que tiene como protagonistas a un Hitler joven,
hipocondríaco, ambicioso y con ínfulas de artista, y, entre otros, a los
judíos Herzl y Lobkowitz, encargados de un albergue para marginales y
desocupados en la Viena de comienzos de siglo. Convocado en las dos
anteriores temporadas para realizar el montaje de Seis personajes en busca
de un autor, de Luigi Pirandello, en el San Martín, y la régie de la
ópera Pelléas et Mélisande, de Claude Debussy, en el Teatro Colón,
Lavelli trae ahora esta Mein Kampf, reeditando la puesta de 1993 en el
Théâtre National de la Colline, sala que dirigió durante diez años. En
una entrevista con Página/12, el director bromea sobre la escasez de
ideas al momento de realizar una puesta: �Lo primero que se pregunta uno
ante una obra es cómo la va a contar, y a mí no se me ocurren diez
maneras diferentes�.
�¿La imaginó en un ambiente miserable?
�El dispositivo escénico puede llevar a pensar en un ambiente de bajo
fondo. Me decidí por un resto de arquitectura que sirviera para acoger
gente sin domicilio fijo, y en una suerte de décalage, de distanciamiento
o descalce respecto del texto. Este contexto me sirve, porque, por un
lado, me permite acercar una realidad y, por otro, crear una especie de
huis-clos que me parece importante, puesto que los dos judíos que
administran ese lugar están como recortados de la realidad exterior. Esto
es evidente en la escena en que Lobkowitz cuenta que fue agredido y los
otros hacen un chiste con eso: le preguntan cuántos lo agredieron, y él
dice que sólo uno. Esa irrupción es suficiente para que el espectador
sepa que quien lo golpeó lo hizo sólo por su condición de judío.
�¿Qué opina de la pasividad de algunos judíos, de la ceguera ante lo
que se venía?
�No sé si se trata de pasividad. No olvidemos que hubo grandes
resistencias. Pero es cierto que en ciudades como París y Berlín,
algunos judíos se sorprendían cuando alguien los denunciaba. En otra
escala, tampoco los argentinos podían imaginar lo que hoy sabemos de la
dictadura. Yo estaba en Francia y no viví directamente ese horror, pero
venía seguido a ver a mi madre y notaba que ella no tenía conciencia de
la situación. Recién después, cuando desaparecieron algunos de mis
amigos, empezó a darse cuenta. Quiero decir con esto que la gente se
resiste a pensar lo peor. Eso es consecuencia del miedo. Por entonces, yo
no me permitía decir cosas en Francia por miedo a que le sucediera algo a
mi familia. A veces el miedo es muy evidente y otras, flotante, cuando se
sabe que existen listas de los que están en contra, o cuando se presiona
a la gente para que esté a disposición de lo que se le mande.
�¿Mein Kampf es una respuesta al miedo?
�Diría que es una respuesta posible a una pregunta del escritor alemán
Günther Grass acerca de cómo escribir después de Auschwitz, después
del horror. Tabori dice finalmente cómo hacer teatro y, creo yo, cómo
seguir viviendo, aunque en su obra, como en Esperando a Godot (de Samuel
Beckett)haya sólo interrogantes. Pienso también en una búsqueda de la
verdad de los dos personajes judíos que citan la Biblia y otros textos,
modificándolos para divertirse. Herzl y Lobkowitz son gente culta que
toman distancia de la realidad a través del humor y de un comportamiento
casi clownesco.
�En El testigo ocular, una novela de Ernst Weiss, también un personaje
judío protege a un Hitler joven. En ese caso, curándolo de una ceguera
histérica, sin imaginar que está ayudando a un verdugo. ¿Se puede
pensar en la existencia de un sentimiento culpable?
�No. Pienso que se trata de una autocrítica. Hay situaciones en las que
uno se pregunta cómo comportarse con la gente que no reconoce el amor.
Ayudarla parece un combate inútil. Por otra parte, los niveles de
intolerancia fueron diferentes en cada lugar y país, como ahora tampoco
es en todas partes igual el rechazo al extranjero ni el miedo que, por
ejemplo, sienten hoy los europeos a ser invadidos por los miserables, los
inmigrantes pobres. Ese miedo es consecuencia de un primitivismo del
pensamiento, estimulado por la extrema derecha y el populismo.
�¿El teatro puede combatir ese primitivismo?
�El teatro ocupa un lugar pequeño pero luminoso, y puede estimular el
pensamiento dialéctico. Esto no significa convertirlo en tribuna de
ética, moral ni filosofía, porque nos aburriría a todos, sino en un
espacio generador de ideas y debates.
�Su compañía, Le Méchant Téâtre, tiene fama de provocadora...
�Trabajamos con una gran libertad. El año pasado produjimos La sombra
de Wenceslao, de Copi, en el Teatro de la Tempête. Es una historia de
gauchos, de amantes y hermanos incestuosos, donde aparece un loro,
personaje muy importante en la obra. Es un dibujo trágico, de humor
feroz. El texto, en castellano, me lo dio la madre de Copi, y lo traduje
junto con Dominique Poulange. Se había hecho un montaje de esta pieza en
1978, durante un festival, pero era otra cosa.
�¿La provocación es un elemento necesario en el teatro?
�Pienso que sí, y un punto de vista, además. Rechazo el teatro
entendido como museo. En ese aspecto, el teatro lírico vive demasiado del
pasado y a menudo se transforma en círculo de iniciados. No hay mucha
gente valiente en la lírica: creadores como Rolf Liebermann, por ejemplo,
se cuentan con los dedos de una mano.
�¿Es cierto que en 1975 lo quisieron echar de Francia por su puesta del
Fausto, de Gounod?
�Esa es ahora una vieja producción, pero puede llegar a ser de nuevo
vanguardista, porque, aunque con pausas, se sigue representando. Cuando la
estrené recibí una agresión bárbara. Me llegaron miles de cartas. Lo
que irritaba más era que Fausto y Mefistófeles fueran un mismo
personaje. Ahora hasta me copian la puesta sin que me entere, como pasó
en Berlín. Lo supe porque me lo contó el escritor Carlos Fuentes.
�¿Qué función cumple el humor en sus montajes?
�El humor es una interrupción, una ruptura que permite acercar la
realidad y decir cosas profundas sin que eso parezca un tratado de
filosofía. Los mejores autores contemporáneos utilizan el humor.
También los grandes clásicos, como Shakespeare y Calderón de la Barca,
que no se permitían el nihilismo de algunos contemporáneos. Tampoco se
lo permitían los más importantes pensadores de fines del siglo XIX y
comienzos del XX. Pienso en ese texto fantástico de Lenin, Qué hacer, de
una audaciaincreíble. Esta época, en cambio, está signada por el
conformismo. En Europa se ha saludado como un ideal de este fin de siglo
la creación de la moneda única, el euro, y no se ha evitado la guerra en
Yugoeslavia. Nos estamos dejando ganar por el escepticismo, y a veces ni
siquiera existe acuerdo en ayudar al prójimo que se está muriendo de
hambre.
�¿Qué hará después de Mein Kampf?
�En abril empiezo a ensayar Cecilia, de Charles Haynes, con libreto del
cubano Eduardo Manet, en la Opera de Montecarlo. Es una tragedia de amor
que transcurre en Cuba, durante la colonia. Vamos a presentarla también
en Nancy y Lieja (Bélgica). Después proyecto hacer Las sillas, de
Eugène Ionesco, en el Teatro Piccolo de Milán, y en el Malibran, que
depende de La Fenice, me ocuparé de la régie de una obra de Vivaldi. En
2001 seguiré en la lírica, con una puesta de la Medea, de Rolf
Liebermann , en la Opera de La Bastilla y en Burdeos, otra peligrosa
aventura.
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