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La vieja trova cubana y sus sones y serenatas de infinita tristeza

Al costado de casi todo, olvidados por el progreso y el marketing, viejas glorias sobreviven en un CD de calidad notable.

Daniel Castillo (n. 1907) compuso �El misterio de tus ojos�.
Zaida Reyte (con Alejandro Almenares) la canta en el disco.


Por Diego Fischerman

t.gif (862 bytes) Las caras delgadas, consumidas, viejas. Los ojos, siempre negros. Con un fondo de viejos oldsmobile arreglados con lo que hay, en la casa de la trova, algunos cantantes que fueron glorias populares y otros que, cantan. Las palabras dicen que �no me importa que me hayas engañado, tu conducta ha sido muy atroz, pues creía en tu palabra de señora y sólo veo una coqueta, de esas que tanto he despreciado yo�. La voz, cascada como casi todas, una voz negra sin lugar a dudas, canta con una intensidad sólo posible para quienes se juegan el destino en una canción. La vieja trova cubana. O sus restos. Ni más ni menos.
El CD Casa de la Trova, publicado por Detour (un sello subsidiario del francés Erato, en el que publicaron sus discos, entre otros, la portuguesa Misia, el grupo vasco Oldarra y un coro de monjes del Tibet) tiene dos atractivos inmediatos. Uno es el de reunir canciones, voces y vidas casi olvidadas. El otro, el de recrear un mundo. El de posibilitar restituir frente a un equipo de música, en una ciudad del extremo sur de América, los códigos de un arte con reglas propias originado en los bordes de la Sierra Maestra y con la mezcla de boleros españoles, músicas africanas y maneras francesas. Las hermanas Cándida y Floricelda Pérez y Mercedes y Esperanza Ferrín, Zaida Reyte, los hermanos Almenares o Martín Chávez Espinosa, más conocido como �Cascarita�, ofrecen el lado menos turístico de Cuba. Sones, boleros o serenatas de infinita tristeza, donde pueden oírse cosas como �en el tronco de un árbol una niña/ grabó su nombre henchida de placer/ y el árbol conmovido allá en su seno/ a la niña una flor dejó caer./ Yo soy el árbol, conmovido y triste/ tú eres la niña que mi tronco hirió,/ yo guardo siempre tu querido nombre/ y tú, ¿qué has hecho de mi pobre flor?�.
Los medios masivos de comunicación, y en particular la radio y el disco, posibilitaron nuevos usos y nuevos contextos para la música. Antes, las expresiones populares (no las que consumía sino las que hacía el pueblo) sólo podían conocerse siendo partícipe. Esas músicas de fiestas, de bailes y de reuniones, se escuchaba tan sólo en fiestas, bailes y reuniones. Después llegó la musicología. Y entonces hubo primero partituras bastante imprecisas y luego grabaciones en cilindros y cintas gigantescas. Las chayas del norte argentino, los cantos rituales de la Polinesia, los gamelanes de Bali, los blues que formaban parte del trabajo forzado de los condenados en las cárceles del sur profundo de los Estados Unidos o las serenatas centroamericanas empezaron a salir del lugar en que eran producidos. Después vino el disco, en colecciones de universidades o de la Unesco y, más tarde, en sellos especializados y en ediciones patrocinadas por estrellas como Peter Gabriel, David Byrne y Ry Cooder. Entonces, los cantos de trabajo ya no fueron de trabajo, los blues de las prisiones se escucharon fuera de las prisiones y las canciones de amor ya no estuvieron destinadas a ninguna amada en especial. Con Casa de la Trova sucede exactamente eso. Se tiene la sensación de una cierta intromisión. Las canciones �esas voces, esa tristeza� parecen ser demasiado privadas como para ser espiadas. Y, al mismo tiempo, el placer de su audición va mucho más allá del voyeurismo cultural. Existe, sí, una suerte de disfrute antropológico. Este CD funciona en muchos aspectos como un viaje a esos lugares secretos a los que un guía no osaría jamás llevar a nadie. Pero, sobre todo, como un viaje a un mundo poético y musical incontaminado, donde las razones del bolero grabado en Miami y del mercado latino son felizmente desconocidas.

 

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