Por Diego Fischerman
Las
caras delgadas, consumidas, viejas. Los ojos, siempre negros. Con un fondo
de viejos oldsmobile arreglados con lo que hay, en la casa de la trova,
algunos cantantes que fueron glorias populares y otros que, cantan. Las
palabras dicen que �no me importa que me hayas engañado, tu conducta ha
sido muy atroz, pues creía en tu palabra de señora y sólo veo una
coqueta, de esas que tanto he despreciado yo�. La voz, cascada como casi
todas, una voz negra sin lugar a dudas, canta con una intensidad sólo
posible para quienes se juegan el destino en una canción. La vieja trova
cubana. O sus restos. Ni más ni menos.
El CD Casa de la Trova, publicado por Detour (un sello subsidiario del
francés Erato, en el que publicaron sus discos, entre otros, la
portuguesa Misia, el grupo vasco Oldarra y un coro de monjes del Tibet)
tiene dos atractivos inmediatos. Uno es el de reunir canciones, voces y
vidas casi olvidadas. El otro, el de recrear un mundo. El de posibilitar
restituir frente a un equipo de música, en una ciudad del extremo sur de
América, los códigos de un arte con reglas propias originado en los
bordes de la Sierra Maestra y con la mezcla de boleros españoles,
músicas africanas y maneras francesas. Las hermanas Cándida y Floricelda
Pérez y Mercedes y Esperanza Ferrín, Zaida Reyte, los hermanos Almenares
o Martín Chávez Espinosa, más conocido como �Cascarita�, ofrecen el
lado menos turístico de Cuba. Sones, boleros o serenatas de infinita
tristeza, donde pueden oírse cosas como �en el tronco de un árbol una
niña/ grabó su nombre henchida de placer/ y el árbol conmovido allá en
su seno/ a la niña una flor dejó caer./ Yo soy el árbol, conmovido y
triste/ tú eres la niña que mi tronco hirió,/ yo guardo siempre tu
querido nombre/ y tú, ¿qué has hecho de mi pobre flor?�.
Los medios masivos de comunicación, y en particular la radio y el disco,
posibilitaron nuevos usos y nuevos contextos para la música. Antes, las
expresiones populares (no las que consumía sino las que hacía el pueblo)
sólo podían conocerse siendo partícipe. Esas músicas de fiestas, de
bailes y de reuniones, se escuchaba tan sólo en fiestas, bailes y
reuniones. Después llegó la musicología. Y entonces hubo primero
partituras bastante imprecisas y luego grabaciones en cilindros y cintas
gigantescas. Las chayas del norte argentino, los cantos rituales de la
Polinesia, los gamelanes de Bali, los blues que formaban parte del trabajo
forzado de los condenados en las cárceles del sur profundo de los Estados
Unidos o las serenatas centroamericanas empezaron a salir del lugar en que
eran producidos. Después vino el disco, en colecciones de universidades o
de la Unesco y, más tarde, en sellos especializados y en ediciones
patrocinadas por estrellas como Peter Gabriel, David Byrne y Ry Cooder.
Entonces, los cantos de trabajo ya no fueron de trabajo, los blues de las
prisiones se escucharon fuera de las prisiones y las canciones de amor ya
no estuvieron destinadas a ninguna amada en especial. Con Casa de la Trova
sucede exactamente eso. Se tiene la sensación de una cierta intromisión.
Las canciones �esas voces, esa tristeza� parecen ser demasiado
privadas como para ser espiadas. Y, al mismo tiempo, el placer de su
audición va mucho más allá del voyeurismo cultural. Existe, sí, una
suerte de disfrute antropológico. Este CD funciona en muchos aspectos
como un viaje a esos lugares secretos a los que un guía no osaría jamás
llevar a nadie. Pero, sobre todo, como un viaje a un mundo poético y
musical incontaminado, donde las razones del bolero grabado en Miami y del
mercado latino son felizmente desconocidas.
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