El progresismo y el dragón
Por Sandra Russo |
Es llamativo el hecho de que el progresismo argentino sea discursivamente
impotente y políticamente pueril frente a los dragones que modela el
conservadurismo en cualquiera de sus formas. El patético ir y venir de
dichos y contradichos sobre la posibilidad de otorgarle a la Policía
Federal la atribución de interrogar sospechosos antes de llegar a sede
judicial vuelve en estos días a poner en evidencia el fondo viscoso sobre
el que los funcionarios y los candidatos de la Alianza intentan defender
todas las posiciones posibles, lo que equivale a decir que no renuncian a
ninguna, y lo que implica a su vez que la gente sigue sin poder enterarse
qué sostiene la Alianza a este respecto.
El tímido otorgamiento de razón a quienes reclaman más poder para la
policía (en especial, la principal interesada: la policía), fue
desmentido al día siguiente, mientras el presidente Fernando de la Rúa
opinaba que �la policía ya tiene atribuciones suficientes� y todo el
mundo leyó ahí una postura. Postura que fue luego rectificada,
explicando que el tema está �en estudio�. Ni los que creen que hay
que darle más facultades a la policía ni los que creen que eso no
debería suceder pueden sentirse representados por el �ni�. La
política del �ni� no hace otra cosa que plegarse a un juego de
imágenes ajeno y poco inocente que opone política blanda a política
dura, y que homologa esta última con la paradoja de una política que se
desentiende de su propia responsabilidad confiriéndole más poder a la
policía.
El dragón por excelencia es hoy el de la inseguridad, término más
presentable que el de delito a secas, porque además connota un giro de
perspectiva: hablar de inseguridad lleva a pensar en la gente que se
siente insegura, es decir los clientes de los políticos que otrora se
llamaban ciudadanos y en tiempos de elecciones inminentes se llaman
votantes. Hablar de delito, en cambio, implica hablar de delincuentes, y
abre un pliegue en el que es más factible preguntarse quiénes son, de
dónde salen, qué hacían antes de convertirse en ladrones,
arrebatadores, asaltantes o asesinos. Esa pregunta incomoda por dos
razones: la mayoría de ellos sale de las propias cárceles, cuya función
reintegradora es a esta altura un chiste de mal gusto, con el agregado
casi metafórico de las últimas noticias al respecto: algunos salen no
sólo con un permiso certificado sino con el encargo expreso de robar para
la corona de turno. La otra razón es que nadie, salvo algún criminólogo
con el casete ya ubicado en puerta, puede extenderse demasiado en la
naturaleza intrínseca del mal humano: es casi de Perogrullo que el delito
crece en la Argentina a la sombra de un sistema que lo habilita sin dejar
de escandalizarse frente a él.
Pero el dragón de arcilla hueca que se modeló en los últimos años bajo
el amparo innegable y con las toxinas segregadas por las propias policías
provincial y federal, aterrizó con éxito de taquilla en el escenario
electoral y de su vientre siguen bajando, como del de aquel caballito de
Troya, argumentos contra los que la Alianza vuelve a rebotar, acaso
temerosa de sus propias convicciones y demasiado pendiente de ese
artefacto llamado opinión pública que a su vez se alimenta con las
contradicciones que llegan desde el poder. El progresismo desnaturalizado,
entibiado y tiernizado se convierte rápidamente en otra vez sopa. Se
queda sin eje de debate, se exhibe discursivamente insolvente para
enfrentar al dragón.
Lo que está en juego es devolver poder a la policía, un poder que no
hace mucho significó el dislate de andar por la calle sintiendo tanto
miedo de los delincuentes como de los uniformados. Vivimos en un país en
el que los excesos policiales dejaron un registro escrito con sangre. La
firmeza en restringir ese poder debería poder ser leída como un intento
de paz y no de caos social, como un signo de templanza y no de debilidad.
Hace ya veinticinco años aquel señor de calva reluciente e ideas
perturbadoras que fue Michel Foucault se reía de la utopía de una
sociedad sin delito, que germinó en el siglo XVIII y dio de comer a
muchos hasta hoy. Se reía porque, decía, �la delincuencia es demasiado
útil para que se pueda soñar con algo tan tonto y tan peligroso como una
sociedad sin delincuencia. Sin delincuencia, no hay policía. ¿Qué es lo
que hace tolerable la presencia de la policía, el control policial a una
población si no es el miedo al delincuente?�. He ahí a los padres del
dragón.
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