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el Kiosco de Página/12

El progresismo y el dragón
Por Sandra Russo 

Es llamativo el hecho de que el progresismo argentino sea discursivamente impotente y políticamente pueril frente a los dragones que modela el conservadurismo en cualquiera de sus formas. El patético ir y venir de dichos y contradichos sobre la posibilidad de otorgarle a la Policía Federal la atribución de interrogar sospechosos antes de llegar a sede judicial vuelve en estos días a poner en evidencia el fondo viscoso sobre el que los funcionarios y los candidatos de la Alianza intentan defender todas las posiciones posibles, lo que equivale a decir que no renuncian a ninguna, y lo que implica a su vez que la gente sigue sin poder enterarse qué sostiene la Alianza a este respecto.
El tímido otorgamiento de razón a quienes reclaman más poder para la policía (en especial, la principal interesada: la policía), fue desmentido al día siguiente, mientras el presidente Fernando de la Rúa opinaba que �la policía ya tiene atribuciones suficientes� y todo el mundo leyó ahí una postura. Postura que fue luego rectificada, explicando que el tema está �en estudio�. Ni los que creen que hay que darle más facultades a la policía ni los que creen que eso no debería suceder pueden sentirse representados por el �ni�. La política del �ni� no hace otra cosa que plegarse a un juego de imágenes ajeno y poco inocente que opone política blanda a política dura, y que homologa esta última con la paradoja de una política que se desentiende de su propia responsabilidad confiriéndole más poder a la policía.
El dragón por excelencia es hoy el de la inseguridad, término más presentable que el de delito a secas, porque además connota un giro de perspectiva: hablar de inseguridad lleva a pensar en la gente que se siente insegura, es decir los clientes de los políticos que otrora se llamaban ciudadanos y en tiempos de elecciones inminentes se llaman votantes. Hablar de delito, en cambio, implica hablar de delincuentes, y abre un pliegue en el que es más factible preguntarse quiénes son, de dónde salen, qué hacían antes de convertirse en ladrones, arrebatadores, asaltantes o asesinos. Esa pregunta incomoda por dos razones: la mayoría de ellos sale de las propias cárceles, cuya función reintegradora es a esta altura un chiste de mal gusto, con el agregado casi metafórico de las últimas noticias al respecto: algunos salen no sólo con un permiso certificado sino con el encargo expreso de robar para la corona de turno. La otra razón es que nadie, salvo algún criminólogo con el casete ya ubicado en puerta, puede extenderse demasiado en la naturaleza intrínseca del mal humano: es casi de Perogrullo que el delito crece en la Argentina a la sombra de un sistema que lo habilita sin dejar de escandalizarse frente a él.
Pero el dragón de arcilla hueca que se modeló en los últimos años bajo el amparo innegable y con las toxinas segregadas por las propias policías provincial y federal, aterrizó con éxito de taquilla en el escenario electoral y de su vientre siguen bajando, como del de aquel caballito de Troya, argumentos contra los que la Alianza vuelve a rebotar, acaso temerosa de sus propias convicciones y demasiado pendiente de ese artefacto llamado opinión pública que a su vez se alimenta con las contradicciones que llegan desde el poder. El progresismo desnaturalizado, entibiado y tiernizado se convierte rápidamente en otra vez sopa. Se queda sin eje de debate, se exhibe discursivamente insolvente para enfrentar al dragón.
Lo que está en juego es devolver poder a la policía, un poder que no hace mucho significó el dislate de andar por la calle sintiendo tanto miedo de los delincuentes como de los uniformados. Vivimos en un país en el que los excesos policiales dejaron un registro escrito con sangre. La firmeza en restringir ese poder debería poder ser leída como un intento de paz y no de caos social, como un signo de templanza y no de debilidad. Hace ya veinticinco años aquel señor de calva reluciente e ideas perturbadoras que fue Michel Foucault se reía de la utopía de una sociedad sin delito, que germinó en el siglo XVIII y dio de comer a muchos hasta hoy. Se reía porque, decía, �la delincuencia es demasiado útil para que se pueda soñar con algo tan tonto y tan peligroso como una sociedad sin delincuencia. Sin delincuencia, no hay policía. ¿Qué es lo que hace tolerable la presencia de la policía, el control policial a una población si no es el miedo al delincuente?�. He ahí a los padres del dragón.


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