Por Luciano Monteagudo
Cerca
del final, cuando la tensión ya parece intolerable, aparece en pantalla
un cartel en cuerpo catástrofe que dice: �ADVERTENCIA: TIENE 30
SEGUNDOS PARA DEJAR LA SALA�. Para muchos espectadores, aun los más
curtidos, ese aviso �no exento de cierto humor� bien puede figurar en
el comienzo mismo de Solo contra todos. El primer largometraje de Gaspar
Noé (36 años, argentino radicado en Francia, hijo del pintor Luis
Felipe) es una de las películas más brutales que haya dado el cine en
mucho tiempo. Afirmar que será, sin duda, el film más �impactante�
de la temporada 2000 en Buenos Aires parece casi un eufemismo,
considerando que una de las primeras acciones del protagonista �un
carnicero desempleado, embrutecido hasta el fondo de sí mismo� consiste
en darle un puñetazo feroz en el vientre a su mujer embarazada.
Desde su revelación en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes
1998, donde arrasó con el primer premio y con los elogios de la prensa
especializada, Solo contra todos ha venido atravesando el circuito de
festivales internacionales como una tormenta. Concebido a la manera de una
suite de su propio mediometraje Carne (1991), que tenía por protagonista
al mismo personaje, el film fue realizado por Noé tal como informa su
título: desde el guión hasta la dirección, pasando por la producción,
la cámara y el montaje, todo lo hizo él, contra el rechazo o la
indiferencia de organismos de financiación públicos y privados. El
resultado es una obra de una extraña, agobiante soledad, un film que gira
obsesivamente sobre sí mismo, como su protagonista, pero no como un mero
ejercicio solipsista sino como la única manera de dar cuenta de lo que
sucede en el interior de ese hombre que ha llegado al fin de la noche.
Desocupado terminal, padre de una hija autista, resentido con todo y
contra todos, el carnicero ve al mundo exterior a sí mismo como a un
enemigo. Como a un enemigo social (de ahí su racismo primal, su
misoginia, su odio ciego), pero también como a un enemigo personal,
físico, material, al punto que una pistola con apenas tres balas en el
cargador se convierte en su única compañía, en el instrumento a través
del cual puede llegar a ejecutar su confusa venganza.
Antes de llegar a ese momento, el carnicero vomita un monólogo interior
abrumador, que funciona casi a la manera de un violento crescendo musical,
en donde el personaje se despacha contra la moral, la historia, la
tradición, la cultura, la educación, la religión y la familia. Esa voz
en off, cada vez más cargada de ira, como salida de una cloaca, se
corresponde con los primerísimos primeros planos del rostro crispado,
mudo de Philippe Nahon (un actor notable), registrados en el formato
cinemascope. Esta contradicción entre un cuadro tan amplio y unos planos
tan cerrados contribuyen a crear parte de la terrible tensión del film.
Noé apela además a toda una batería de recursos visuales y sonoros,
como los carteles con conceptos o advertencias (a la manera de Godard,
pero también como si fueran los titulares de un diario sensacionalista) y
unos golpes o disparos en off, a todo volumen, que rasgan el relato como
cisuras.
Además de ser un film salvaje, de una individualidad radical, Solo contra
todos es también una catarsis, una pesadilla de un nihilismo extremo, que
le propone al espectador �y ahí está su audacia política� ponerse
por un momento en la mente de ese carnicero monstruoso, atreverse a
escuchar desde adentro el fluir de la conciencia de ese cretino, racista y
psicópata que no por ello deja de ser apenas un hombre común, como
seguramente hay tantos en lo suburbios de París. O los de Buenos Aires,
por caso.
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