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El relato, sin embargo, tiene
dificultades, que consisten sobre todo en algunos cuadros inconexos y
algunas desarticulaciones: en ciertas zonas de la primera parte algunos
cortes abruptos del hilo narrativo quiebran la secuencia de
acontecimientos entre las diferentes escenas y por lo tanto perjudican,
por breves momentos, el seguimiento por parte del público.
Este
Garabarito, reposición de una versión que González Gil dirigió hace
casi veinte años al
Julián imita al resto de los
chicos del barrio y traba una estrecha relación con un personaje
imaginario, Garabarito, en un diálogo interno que lo ayuda a construir no
sólo amistades menos ideales y más verdaderas, sino también una imagen
más sólida y segura de sí mismo. A través de ese continuo intercambio
fantasioso, el protagonista se va dando a conocer en sus distintas
facetas: con sus papás, con su novia, con su hermana, en una sucesión de
escenas en que todos los personajes cambian de rol y se transforman en
otros. La propuesta de armar un personaje a partir de describir sus
relaciones con los demás se parece a la de resolver un rompecabezas. Las
piezas están a la vista y la obra parece asegurar que también en eso
consiste la amistad: ir revelando partes de uno mismo, como una forma de
componer el propio personaje ante los ojos de los demás, a medida que se
trasciende la soledad y se gana confianza en el entorno. Este pasaje sin
interrupción de diferentes escenas de la vida de un niño le da al espectáculo
un dinamismo muy destacable, con un ritmo sostenido que permite concentrar
la atención de chicos desde los dos o tres años.
La adhesión de los pequeños
espectadores es muy evidente. Muchos de ellos se imbrican entusiastas en
la acción e intervienen con frescura en los diálogos de los personajes.
En este punto se destaca el protagonista, que logra manejar estas
intervenciones imprevistas del público insertándolas con naturalidad en
el libreto. Son muy interesantes las escenas en que el juego, la travesura
y la complicidad con el amigo o amiga consiguen cambiar el rostro de una
ciudad muy ajetreada, o dibujarle una sonrisa a una pareja demasiado
seria. Sorprende el trabajo de Martín Bianchedi a cargo de la música,
que parece decisivo en esta lograda articulación entre la música, los
sonidos y el texto.
Quizás la sobriedad de la
escenografía, basada en un banco de plaza y dos árboles de utilería,
sea excesiva. Cierta apagada sencillez del vestuario, que remite a una época
anterior a la actual, tampoco colabora con una estética que resulte
acorde con la musicalidad del resto de los elementos. Cuando Julián se
despide de Garabarito --"un garabato chiquitito", había
definido su hermana menor-- y se va a jugar con sus amigos de carne y
hueso, ya elaboró la situación y está preparado para vivir en el mundo
real. Como diría una maestra jardinera, ya está "adaptado" al
nuevo grupo y puede separarse, momentáneamente y hasta nuevo aviso, de
este amigo invisible que simbolizó, en un tramo conflictivo de la vida, a
su niño interno, a su mundo fantástico, a su infancia más tierna.
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