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Una victoria escénica de los segundones de siempre


Por Hilda Cabrera
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La intención de Don Onofre y Catalina es irrumpir en la función de estreno de una compañía nacional con una propuesta propia para tener voz y voto dentro de un esquema teatral establecido, y escapar, aunque más no sea en esa ocasión, de la condición de actores independientes eternamente anónimos y marginados. Apropiándose del foso del teatro, preparan allí su gran obra, El ramillete del dorado siglo, un collage de textos de autores clásicos españoles para el cual necesitarán de un elenco numeroso. Pero como los candidatos no abundan, acaban conformándose con el único que aparece, Don Timoteo Quirós (Juan Margallo), actor desconocido que porta, sin embargo, un frondoso currículum. La otra adquisición es Theodora (Theodora Carla), una joven violinista que descubren detrás de una mampara y dice estar desde siempre en el teatro. Onofre (Vicente Cuesta) se impone concretar "un montaje arriesgado hasta el borde del ridículo". Lo fundamental es armar alboroto y demostrar que existen.

  Entusiasmados con esa acción tipo comando, maquinan emerger desde el foso con algún pasaje célebre de La Celestina, o mejor de La vida es sueño, título con el cual Calderón dejó en claro la entidad que tienen los valores de este mundo. Se deciden finalmente por el famoso monólogo de Segismundo encadenado. Completado el equipo, los actores elaboran secuencias disparatadas, cantan y opinan, ganados a veces por la melancolía y, otras, por un humor basado en los contrasentidos de cada cual y en el choque de las ideas de unos y otros. Este recurso le sirve a Margallo, también autor, para generar una comicidad simple y directa, ampliamente festejada por el público que asistió a la Sala María Guerrero en la función de estreno.

  Esas secuencias, desarrolladas casi todas a la manera de las comedias de living e incluso de sketches televisivos, tienen como contrapartida las que corresponden al recitado de los más divulgados fragmentos de los textos de Fernando de Rojas, Lope de Rueda, Juan de Zorrilla, Quevedo, Lope de Vega, Cervantes y Calderón de la Barca. Se trata, en suma, de una pieza de corte naturalista, con escenas de interpelación al público, algunos gags y actuaciones no siempre convincentes. La estética del comic parece ser una de las opciones de la dúctil Petra Martínez (aquí en el papel de Catalina), actriz que hace ocho años trajo a Buenos Aires un regocijante Para-lelos 92, espectáculo creado por ella y Margallo. Ambos fundaron en 1985 el grupo UROC, nombre que proviene de uro, toro salvaje ya extinguido. En Clasyclos, obra presentada a la manera del teatro dentro del teatro, los personajes se obsesionan con el propio métier.      Encapsulados, apenas ven más allá del propio ombligo. Quieren desterrar el fracaso, la sensación de inutilidad que los abate después de un espectáculo fallido, pero se olvidan de la autocrítica. Tozudos e increíblemente inocentes, a pesar de sus amenazas de incendiar el Teatro Real, conforman, en esta pieza que busca constantemente el efecto, un comando controlado e inofensivo.

 

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