Quien
hoy vaya a tomar un crédito hipotecario a largo plazo, quizás a 20,
30 o 40 años, se verá enfrentado a varias preguntas, ninguna de las
cuales podrá responder sensatamente. Cuando el futuro económico
personal y social es imprevisible, no hay forma de elegir
racionalmente entre opciones como pesos (tasa de interés más alta) o
dólares (tasa más baja), tasa fija (más alta) o variable (más
baja), sistema francés (amortización tardía) o alemán
(amortización temprana), etcétera.
El desconcierto del tomador del crédito no preocupa demasiado al
banquero, que guardará en su armario la hipoteca sobre el inmueble y
que, en todo caso, adopta un riesgo difuso porque una cartera
hipotecaria está por definición repartida entre muchos deudores.
Para el financista, el mayor peligro anida en un derrumbe tal en el
valor de los activos que sus préstamos queden insuficientemente
respaldados (peligro que a veces, en la letra chica del contrato, se
lo transfieren al deudor). De todas formas, nadie puede decir que en
este momento haya una burbuja en el mercado inmobiliario.
El clásico destinatario de una hipoteca bancaria es una persona de
ingresos medios, cuya suerte es muy dependiente de la que corra el
conjunto de la economía. En un país que exporta muy poco, y cuyos
negocios seguros (servicios públicos monopólicos, por ejemplo)
están en escasas manos, son pocos los que pueden desengancharse de
los ciclos internos. Para peor, las leyes impositivas, previsionales y
laborales están en permanente reforma, por lo que nadie sabe, hacia
el futuro, cuánto del sueldo le capturará el fisco ni si cobrará
una indemnización si lo despiden.
Esto no excluye la posibilidad de nuevas catástrofes, como las
vividas por el país en el último cuarto de siglo. Pero la realidad
es que la gente necesita el préstamo para comprarse una vivienda, y
que a los banqueros les urge mejorar su rentabilidad. Ahora que el
Gobierno proclama que por un tiempo no demandará fondos en el
mercado, y que las empresas rehúyen endeudarse, salvo aquellas que se
saben insolventes, los bancos se lanzan a exprimir la naranja del
financiamiento hipotecario, que al deudor puede volvérsele limón.
Más que un signo específico de confianza en la economía argentina,
la oleada de ofertas crediticias, con plazos más largos y tasas más
bajas, refleja el cariño con que hoy miran hacia Latinoamérica los
administradores de fondos. Pero lo que cada cual debe recordar es que
no necesariamente le conviene endeudarse sólo porque a los bancos les
convenga prestarle.
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