Un
fantasma viene recorriendo el mundo del espectáculo desde hace ya
cuatro años, escondido bajo el enigmático nombre de Buena Vista
Social Club. El fantasma es el de una música cubana tan vieja como el
siglo XX, devuelta a la vida por una serie milagrosa de casualidades,
hilvanadas por el olfato del guitarrista estadounidense Ry Cooder. La
historia del salvataje de una música a la que el progreso había
pasado por encima es tan de película que es la materia de un film con
el que el alemán Win Wenders -.Las alas del deseo, El estado de las
cosas, Paris, Texas� puede ganar el domingo que viene un Oscar. Pero
si no es así, nada de
lo central habrá cambiado, al menos para esos viejos músicos cubanos
a los que un golpe de suerte sacó de las catacumbas de La Habana para
depositarlos en las marquesinas mundiales. El disco Buena Vista Social
Club, de hecho, ganó un Grammy en 1997, vendió la friolera de un
millón y medio de ejemplares en los dos años siguientes y es hoy
sinónimo de gusto exquisito, en Buenos Aires, en Nueva York, en
Tokio, en París, en Amsterdam, en Berlín, en Londres. En ese
proceso, Compay Segundo, Ibrahim Ferrer y Rubén González -.que
tienen hoy un promedio de edad de 78 años� se han convertido a su
vez en estrellas, y pueden darse el lujo de elegir dónde y cuándo
tocar. Si tienen ganas.
El hecho de que ésta sea una historia desarrollada en Cuba no es
menor, aunque todo el formato de la marca en que se ha convertido el
nombre Buena Vista Social Club evite cualquier mención a algo que
pueda parecerse a la política. El documental de Wenders es casi
aséptico en ese punto, lo que permite que haya sido visto como
pudorosamente procubano por los progres y evidentemente anticastrista
por la derecha. Es fácil decir que no es ni una cosa ni la otra, que
muestra sin explicar. Y cuando el tema es Cuba, hay quienes sólo
miran la pobreza, sin ver la dignidad, y hay quienes se tapan los ojos
y los oídos cuando lo que miran no coinciden con lo que quisieran
ver. Compay Segundo, que tiene 93 años, puso las cosas en su lugar,
cuando un grupo de gusanos politizó su visita a Miami, a fin del
siglo pasado. Dijo que sentía mucho honor de estar representando a la
Cuba de Fidel Castro en Estados Unidos. Y no dijo nada más. Los
mascanossistas que Mas Canossa se mordían los nudillos. No sabían,
seguramente, que ninguno de esos músicos a los que la revolución
pasó por encima no tienen nada que decir de la revolución, fuera de
lo estrictamente personal. Porque vivieron en la Cuba de antes,
aquella isla convertida en el casino y el prostíbulo del Estados
Unidos del gran garrote. Para más datos, chequear El padrino, de un
tal Francis Ford Coppola.
Este punto, el de los músicos aplastados sin querer por una
revolución a la que no critican, es central para entender el efecto
Buena Vista Social Club. La Revolución Cubana no hizo nada consciente
para terminar con aquellos viejos músicos. Ocurrió, sencillamente,
que al imperio de unos nuevos tiempos, al comenzar los 60, la música
cubana se llenó de obligaciones y contenidos, deseosa de ser
vehículo de un tiempo de cambios. Todo debía ser nuevo -.la Nueva
Trova-. revolucionario, joven, urgente. Había que cortar con el
pasado. El pasado era el atraso. Y así, sin que nadie hiciera nada en
especial contra ellos, aquellos viejos soneros y rumberos, muchos de
ellos del interior del país, fueron quedando en el polvoriento
desván del no me acuerdo, como si eso fuese parte de una ley natural.
La política cultural cubana, con su tesis de exportar sólo aquello
que identificase la revolución, hizo el resto de la faena. Las
rectificaciones que beneficiaron luego a la increíble música
bailable cubana, lo que permitió que el mundo gozara de Los Van Van
por ejemplo, nunca llegaron a aquellos viejitos que en los años 30,
40 y 50 cantaban y tocaban música popular romántica o versionaban
temas campesinos de autores cuyo nombre ya casi nadie recordaba. Los
viejos trovadores y los viejos soneros, aquella generación anclada en
un mundo anterior a la televisión, desapareció en vida. Cuando Pablo
Milanés grabó un disco de homenaje aBeny Moré, el Gardel cubano, ya
era tarde, aquello era como un gesto de pura nostalgia, no el
reconocimiento de un error.
En el momento en que Cooder (autor de la maravillosa banda de sonido
de París, Texas) se topó por accidente con la punta del hilo de
aquella música �en realidad había llegado a La Habana para grabar
un disco que reuniría músicos de Mali con músicos locales�
comenzó un proceso cultural alucinante. Descartando los susurros al
oído de cierta inteligentzia local y aun las aseveraciones de sus
contactos, Cooder comenzó a reclutar a ese verdadero ejército de
muertos vivos que eran por entonces las estrellas actuales. Ibrahim
Ferrer, a quien Cooder considera el Nat King Cole cubano, trabajaba
lustrando zapatos y era una postal del desaliento silencioso. Compay
Segundo estaba dedicado a intentar tener su sexto hijo, y aunque
comparativamente tenía más reconocimiento que el resto, lucía como
una figura de Museo. González, un pianista excepcional, no tocaba
más en público por una artritis, ni tenía instrumento a
disposición.
Cooder los fue metiendo de a uno en los viejos estudios Egrem y les
produjo un disco conmovedor sin que se diesen cuenta. Es más: es casi
seguro de que, si el disco no hubiese sido editado, todos le hubiesen
agradecido para siempre el solo gesto de haberlos hecho entrar a ese
estudio. Pero el disco salió, no fue obra de un musicólogo ni un
antropólogo, sino de un productor excepcional y modesto, dio la
vuelta al mundo, y de ahí en más cada uno de los músicos
importantes del proyecto .no es posible dejar de mencionar a Elíades
Ochoa, Omara Portuondo, Barbarito Torres y Orlando Cachaíto López-.
vio cómo se le abrían puertas que durante décadas ni siquiera
habían intentado golpear. Para todos, la historia comenzó de nuevo.
De hecho, cuando Cooder le contó a Wenders la secuencia y éste
decidió filmar el largometraje, los compromisos que los Super Abuelos
tenían hacían casi imposible reunirlos para que tocaran en vivo en
un show. Finalmente eso pudo hacerse... en Amsterdam. Era 1998.
Acaso el valor de la operación cultural por la cual estos
impresionantes músicos y cantantes vueltos a nacer casi por
casualidad quede sintetizado en una imagen que Wenders incluye al
final del film, que aún está en cartel en Buenos Aires y será
relanzado si el domingo Wenders gana un Oscar. Allí, con el Carnegie
Hall de Nueva York viniéndose abajo, mientras Compay Segundo muestra
los dientes de felicidad, la cámara toma en primer plano el rostro de
Ibrahim Ferrer, el hombre que cree que tiene suerte gracias al santo
al que le pone de vez en cuando, en el altar de su pobre casa
habanera, una copita de ron. Ferrer está tan sorprendido, tan
emocionado, tan con la sensación de que lo que ocurre -.por un
segundo Nueva York está a sus pies, ovacionándolo� no puede ser
cierto, que ni siquiera atina a llorar. Se queda como un mono
sorprendido por su propia imagen en el espejo, perplejo. Los que
lloran son los espectadores, por dentro o por fuera. Es una especie de
falso final feliz (falso porque el verdadero final es que esos
viejitos divinos andan sueltos por el mundo) de esos que la vida
regala con cuentagotas. Pero regala.
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