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Por Hilda Cabrera �Ya que esto termina mal, que por lo menos sea gracioso�, dice Herzl cuando, descubriéndose acorralado, se dispone a bailar un vals con sus perseguidores. La frase podría desconcertar, incomodar incluso, si esta Mein Kampf tuviera un desarrollo lineal. Pero no es así. La mencionada constituye una de las varias escenas en las que la acción describe un vuelco, aquí a la manera de un film mudo. Desde el inicio queda claro que todo lo que ocurre en escena es juego. De ahí que lo dicho por Herzl no incomoda si se lo entiende como parte de una dramaturgia, como cierre de una secuencia que amenaza acabar en tragedia. Algo semejante ocurre con la frase final, y única, del libro que intenta escribir este mismo personaje: �Y los sobrevivientes vivieron felices�. Esta necesidad de trocar dolor en risa no implica encubrimiento, como se verá a lo largo de las casi tres horas que ocupa esta versión de Mein Kampf, de George Tabori, también novelista y autor de guiones para cine, quien nació en Budapest en 1914 y perdió a sus padres en Auschwitz. La obra comienza mostrando a los judíos Lobkowitz, cocinero de rara erudición, y Schlomo Herzl, vendedor ambulante de biblias y kamasutras, jugando a que uno es Dios y el otro, su devoto súbdito. Tienen actitudes clownescas y dialogan como gente instruida: citan textos literarios, parecen saber por dónde va la historia, y hasta se ponen metafísicos cuando reflexionan sobre la espera, �el tiempo verdadero�, según Herzl, puesto que �es la espera del Mesías lo que importa, no su venida�. La acción transcurre a comienzos de siglo en un improvisado asilo para pobres y marginales, ubicado en el sótano de una carnicería, la otra cara de una Viena sobre la que se ironiza �que no está hecha para el libertinaje sexual ni político�. A ese lugar llega un joven que dice llamarse Adolf Hitler, verborrágico y colérico ante cualquier observación desfavorable de Herzl, el personaje acaso más controvertido de esta obra. El es quien se debate entre los mandatos religiosos y el deseo de la carne, y toma bajo su protección a ese adolescente que desconoce los buenos modales. Este Hitler con veleidades de pintor carece también de humor: no entiende ni soporta los chistes con los que se entretienen los dos judíos, a los que no pierde ocasión de insultar. Su agradecimiento por el asilo se limita a asegurarles que en el futuro va a recompensarlos comprándoles un horno nuevo. En la sobria y creativa puesta de Jorge Lavelli, Hitler, protagonizado por un Alejandro Urdapilleta brillante en sus desbordes, es un muchacho indolente que se expresa rudamente ante las contrariedades y confiesa su ambición de conquistar el mundo. El contrapunto de este personaje es el benevolente Herzl (papel que cumple con gran variedad de matices el excelente Jorge Suárez), imagen del individuo que a pesar de su raciocinio no alcanza a prever lo que se cierne. Demasiado complaciente frente a lasrabietas del muchacho, se comporta como una niñera asustada. A ese �palurdo�, como lo define el sabio Lobkowitz (eficazmente interpretado por Villanueva Cosse), le prestará su único sobretodo, le aconsejará abandonar la pintura y dedicarse a la política, e incluso le �enseñará� a conmoverse y llorar. La impresión que produce esta alegoría sobre la Shoah �a la que por otra parte nunca se nombra, así como tampoco se recurre a la trillada simbología de los uniformes nazis, utilizados a menudo en el cine para producir alguna maligna fascinación� es semejante a la de un juego catártico, con un tiempo para el dolor y otro para la risa, siempre dentro de una atmósfera que equilibra realidad y fantasía. En este montaje, la música judía es un componente de primer orden. Les pone alas a los personajes y contrarresta la sordidez de una escenografía metálica, ámbito propicio para la disección, con camastros dispuestos de modo tal que sugieren hacinamiento, aunque no haya nadie sobre ellos, y una ganchera de la cual, en lugar de reses, cuelgan los abrigos de los asilados. Una simbología que, en definitiva, anticipa otros destrozos, genera asociaciones y abre nuevos espacios para que el espectador los llene con su información y sus emociones. Es probable que esto mismo suceda al evaluar a los personajes, incluidos los de más breve aparición. Es el caso de Gretchen (Heidi Steinhard) por ejemplo, la adolescente en quien se opera una transformación ideológica, o el de Himmlisch (Gustavo Böhm), el amigo de Hitler dispuesto a cumplir órdenes �según dice� y convertir en clase magistral la preparación de una receta, �Gallina a la tirolesa�, aderezada con �una deliciosa salsa de sangre�. Más allá de la polémica que pueda suscitar por servirse de la comicidad para tratar estos graves asuntos, Mein Kampf plantea implícitamente un debate sobre el mal y la intolerancia, entendida ésta como un método, una manera de ejercer cualquier idea, incluso por quienes se consideran tolerantes. El mal aparece como algo difícil de torcer, pero no por eso incontrolable.Al poner al descubierto las raíces ideológicas y psicológicas de los victimarios y sus víctimas, incentiva la dialéctica. En la base del comportamiento de unos y otros está la sumisión a un líder violento, la suspensión de todo juicio crítico a nivel social y la incapacidad de las víctimas de analizar a tiempo la realidad. Esto es evidente en la actitud de Herzl, no cuando éste debe enfrentar a Madame Lamuerte (Cecilia Rossetto), sino cuando su ex adolescente mimado aprueba satisfecho el sarcástico y desesperado discurso del judío respecto del martirio, �atractivo �dice�, porque ¿a quién no le gustaría que el mundo virtiese por él una o dos lágrimas?�. Es ahí donde Tabori le propina otro vuelco a la tragedia, poniendo en boca de Herzl una nueva verdad: �En el Principio no fue el Verbo, sino salir corriendo�.
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