Juan
Pablo II ha insistido en el sentido "eminentemente
religioso" de su viaje a Israel y Palestina. Lo viene haciendo
desde hace meses, lo subrayó poco antes de partir y ahora a su
llegada a Israel. El gesto de visitar los lugares considerados santos
para las tres religiones históricas monoteístas (judíos, musulmanes
y cristianos) forma parte de un propósito trazado por el Papa dentro
de su pontificado y, en particular, con ocasión del año jubilar:
producir un acercamiento histórico entre las religiones. Para Karol
Wojtyla el diálogo interreligioso y la coincidencia de los grandes líderes
de las religiones históricas se constituye, hoy en día, en un
reaseguro ético y moral indispensable para la paz en el mundo. El
Jefe de la Iglesia Católica está profundamente convencido de que,
por encima de cualquier perspectiva política, ideológica o de interés
económico particular, sólo los valores propios de la religión
pueden garantizar parámetros más justos y más humanos para el
conjunto de la humanidad. De allí su esfuerzo para convocar al diálogo
entre las religiones.
La
propuesta, en general, ha sido bien aceptada por los interlocutores.
Caben, sin embargo, los recelos. Sobre todo porque se señala que, con
sus iniciativas, Juan Pablo II intenta convertirse él mismo, y por
extensión a la Iglesia Católica, en la visagra de esa construcción
interreligiosa.
La visita
a Israel y Palestina es, en todos los sentidos, uno de los viajes más
emocionantes de Juan Pablo II pero, sin duda, el más riesgoso de su
20 años de pontificado. Por todo ello no está desprovisto totalmente
de objetivos políticos. En un sentido Juan Pablo II quiere ofrecerse
él mismo como garante de la paz entre palestinos e israelíes,
colaborando a hacer realidad el sueño de una tierra para dos pueblos.
Por otra parte israelíes y
palestinos tendrán sus ojos puestos en cada gesto de Karol Wojtyla
para traer a su propio molino cualquier señal que rompa el equilibrio
geopolítico que el Vaticano ha mantenido, en particular, en relación
al status de Jerusalén. Para los israelíes la Ciudad Santa es la
capital única, indivisible y eterna de la nación hebrea. Para los
palestinos, que nombran a Jerusalén como Al Qods (el nombre árabe),
es el lugar santo del Islam. El propio Vaticano aspira a que la ciudad
alcance un estatuto de internacionalidad con la participación activa
de las tres religiones, no sujeta a ningún Estado ni a ninguna
nacionalidad en particular sino destinada a convertirse en lugar de
acogida religiosa para todos los habitantes del mundo que deseen
acudir hasta allí en peregrinación. Un objetivo que, a poco de
cumplir 80 años, Karol Wojtyla no resigna.
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