Malhechores
Por Pedro Caporale |
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Las prisiones fascinan porque permiten a los buenos, a los
ciudadanos irreprochables, a los que se consideran socialmente inocentes
ejercer el mal sin límites.
Michel Foucault
Miguel Angel Ruiz Dávalos, acusado de ser uno de los jefes del motín de
Sierra Chica, dijo que salvó muchas vidas. Contó que gracias a que
trató mal a la jueza Mabel Malere, terminó salvándole la vida. Y dijo
que recién se enteró de que en la cárcel había habido un levantamiento
por un remisero. La historia de Ruiz Dávalos es increíble. Pero todo en
el relato de Sierra Chica suena fantasmal, como si cada narración
estuviera reviviendo un nuevo tiempo de los apóstoles, cuando los hombres
bárbaros se subían a los árboles y comían a sus hermanos.
Fui un preso de Sierra Chica en los años �70. Ahora escucho, y
recuerdo.
Escucho hablar de las celdas de castigo del penal. Recuerdo cubos
redondeados de dos y medio por dos y medio, sin ángulos. Doble puerta de
rejas y madera maciza. Techo altísimo e inclinado. Sin luz artificial.
Sobre la puerta, tocando el cielo raso, un enrejado sin vidrios ni
persianas ni postigos. Las paredes embaldosadas. En la pared opuesta a la
puerta, una delgada tarima de cemento armado.
En el invierno de 1977 pasé 15 días en ese mismo pabellón de
aislamiento que la jueza Mabel Malere �que fue tomada como rehén en el
motín de Sierra Chica� declaró haber clausurado después de una
inspección. Me cambiaron el uniforme de preso político por el de preso
castigado. Pantalón de gigante y camisa de enano. Mancha sobre mancha.
Suciedad sobre suciedad. Sin ropa interior. Sin cinturón, ni botones.
Zapatos enormes, con clavos y sin cordones. Dos rapes semanales. Duchas de
agua helada sin jabón ni toalla. Desayuno y cena a oscuras, palpando el
guiso con las manos para no comerse la grasa. El cemento remedaba una cama
merced a una frazada hedionda y a un jergón de pelotas de lana que
repartían después del último rancho y retiraban antes de la cascarilla
amarga de la mañana.
Saltar y cantar como salvoconducto. Los músculos se agotan, queman. La
voz rebotando en las paredes. Retumbando en los oídos.
Familiarizarse con los ruidos del pabellón, conocer sus códigos propios,
evitaban quedar descolocado y que se multiplicara el encierro. En el
silencio de la noche invernal se percibían murmullos desde la otra punta
del pabellón. Hombres intentando reconocerse.
Un preso recitaba permanentemente una letanía monocorde convertida en
plañido. Una especie de nana para dormir a su niño prisionero.
Insoportable.
�Callate, hermano, que me estás matando.
Una súplica para intentar detener el suplicio. El gañido seguía,
imperturbable.
Se ignoraba si el verdugo de turno tendría alguna sorpresa preparada.
La frialdad de otra noche fue cortada por gritos de órdenes, de ruegos,
de dolor. Por ruidos metálicos de llaves, cerraduras y candados. Por
golpes macizos, sólidos. Abrieron las duchas y al sonido del agua se le
sumó el choque espeso de las mangueras contra los presos.
El terror es una pasta de alcanfor que recorre el cuerpo.
�Decí cucurucho.
�Ba, ba, ba �balbuceo.
�Mirá, no puede. Dale, dale.
Más balbuceos. Imposible articular una palabra.
Un carcelero insultado o empujado en un traslado. La goma bajo el agua
helada que pegó y pegó hasta matar. Cuando los ciudadanos irreprochables
actúan como malhechores, es difícil que, después, algo mejor pueda
esperarse de los socialmente culpables.
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