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�MI BELLA DAMA� EN EL NACIONAL
Bailando a Pygmalion

El espectáculo que marcó la reinauguración de una de las más clásicas salas porteñas remite con prolijidad al original, con notorias actuaciones de Pepe Soriano, Víctor Laplace y Paola Krum.

Pepe Soriano es el héroe de una puesta cuidadosa, mas no original.
El responsable es el irlandés Mick Gordon (el mismo de �ART� y �Closer�).


Por Cecilia Hopkins

t.gif (862 bytes) Ante todo, Mi bella dama, el espectáculo que marcó la reapertura de la tradicional sala de El Nacional, es una realización cuidadosa que remite al formato clásico del musical, que no echa mano de aggiornamientos tecnológicos gratuitos como suele hacerse cuando se intenta reemplazar lo que retacean actores y bailarines. En efecto, el grupo de intérpretes que dirige el irlandés Mick Gordon (el responsable de ART y Closer) se luce en su desempeño y muy especialmente aquellos que lo encabezan: Víctor Laplace (en el rol del profesor Higgins), Pepe Soriano, entrañable en su interpretación de Alfred Doolittle, y Paola Krum, a cargo de Eliza, aquella inculta florista de los suburbios londinenses. Ahora bien, ¿qué necesidad había de reponer esta obra luego de su estreno en 1961? Sin lugar a dudas, este musical escrito por Alan Lerner en 1956, en base al Pygmalion de George Bernard Shaw responde a los gustos estéticos y temáticos de otra época. Ni el contexto liviano del género musical deja pasar por alto la misoginia galopante que sustenta cada una de las actitudes del protagonista masculino, el reformador de la mal hablada florista.
Eliza, mis pantuflas, son las palabras que elige el lingüista al momento de darle a entender a su pupila que finalmente ha decidido abandonar su soltería militante para hacerla su esposa. Unos meses antes, la jovencita había sido objeto del celo científico de Higgins (amén de sus malos tratos) que la encerró en su casa para demostrarle a su colega Pickering (Juan Manuel Tenuta) que la voluntad y la fe en el progreso mueven montañas. El hecho es que sus esfuerzos correctivos alcanzan tal éxito que hasta la fonética obra el colateral milagro de reformular los gestos, ademanes y demás tics vulgares de la muchacha. El triunfo se festeja a puertas cerradas con la algarabía que el empaque británico permite, en uno de los cuadros más simpáticos de la noche.
Emulando a la Cenicienta, Eliza hace finalmente su aparición en el baile de la embajada, espléndida en su vestido de soireé (un vestido que, extrañamente, corresponde a una época bastante posterior al momento en que transcurre la acción). Y ya cuando cualquiera podría imaginar el desenlace, un intervalo pone en evidencia que el espectáculo se está excediendo en tiempo, habida cuenta de los pocos hechos que quedan por narrar. Musicalizados por momentos con cierta estridencia en sus arreglos, hay cuadros que no colaboran en el progreso de la acción dramática y, en cambio, insisten en subrayar datos �sentimientos, pensamientos de los personajes� que el espectador ya conoce plenamente. El más elaborado de todos, el que se lleva los mejores aplausos por la complejidad de la coreografía y la agilidad y simpatía que exhibe Soriano en su interpretación es el que corresponde a la despedida del viejo atorrante de los placeres mundanos, a punto de casarse.

 

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