Por Cecilia Hopkins
Ante
todo, Mi bella dama, el espectáculo que marcó la reapertura de la
tradicional sala de El Nacional, es una realización cuidadosa que remite
al formato clásico del musical, que no echa mano de aggiornamientos
tecnológicos gratuitos como suele hacerse cuando se intenta reemplazar lo
que retacean actores y bailarines. En efecto, el grupo de intérpretes que
dirige el irlandés Mick Gordon (el responsable de ART y Closer) se luce
en su desempeño y muy especialmente aquellos que lo encabezan: Víctor
Laplace (en el rol del profesor Higgins), Pepe Soriano, entrañable en su
interpretación de Alfred Doolittle, y Paola Krum, a cargo de Eliza,
aquella inculta florista de los suburbios londinenses. Ahora bien, ¿qué
necesidad había de reponer esta obra luego de su estreno en 1961? Sin
lugar a dudas, este musical escrito por Alan Lerner en 1956, en base al
Pygmalion de George Bernard Shaw responde a los gustos estéticos y
temáticos de otra época. Ni el contexto liviano del género musical deja
pasar por alto la misoginia galopante que sustenta cada una de las
actitudes del protagonista masculino, el reformador de la mal hablada
florista.
Eliza, mis pantuflas, son las palabras que elige el lingüista al momento
de darle a entender a su pupila que finalmente ha decidido abandonar su
soltería militante para hacerla su esposa. Unos meses antes, la jovencita
había sido objeto del celo científico de Higgins (amén de sus malos
tratos) que la encerró en su casa para demostrarle a su colega Pickering
(Juan Manuel Tenuta) que la voluntad y la fe en el progreso mueven
montañas. El hecho es que sus esfuerzos correctivos alcanzan tal éxito
que hasta la fonética obra el colateral milagro de reformular los gestos,
ademanes y demás tics vulgares de la muchacha. El triunfo se festeja a
puertas cerradas con la algarabía que el empaque británico permite, en
uno de los cuadros más simpáticos de la noche.
Emulando a la Cenicienta, Eliza hace finalmente su aparición en el baile
de la embajada, espléndida en su vestido de soireé (un vestido que,
extrañamente, corresponde a una época bastante posterior al momento en
que transcurre la acción). Y ya cuando cualquiera podría imaginar el
desenlace, un intervalo pone en evidencia que el espectáculo se está
excediendo en tiempo, habida cuenta de los pocos hechos que quedan por
narrar. Musicalizados por momentos con cierta estridencia en sus arreglos,
hay cuadros que no colaboran en el progreso de la acción dramática y, en
cambio, insisten en subrayar datos �sentimientos, pensamientos de los
personajes� que el espectador ya conoce plenamente. El más elaborado de
todos, el que se lleva los mejores aplausos por la complejidad de la
coreografía y la agilidad y simpatía que exhibe Soriano en su
interpretación es el que corresponde a la despedida del viejo atorrante
de los placeres mundanos, a punto de casarse.
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