Por L. M.
La
película fija su comienzo el 3 de marzo de 1991, el día del proclamado
triunfo norteamericano en la Guerra del Golfo. La llamada �Operación
Tormenta del Desierto� acaba de finalizar, pero para un grupo de
soldados norteamericanos acantonados en la frontera con Kuwait es como si
nunca hubiera empezado. Uno de ellos ve a un soldado iraquí agitando una
bandera blanca y, después de ciertas dudas, le dispara y lo mata.
Algarabía general. La guerra, por fin, ha tenido lugar para ellos: han
visto morir a un �enemigo�. Para cuando termine Tres reyes, después
de una ordalía que pone en movimiento a buena parte del ejército
norteamericano en la zona, uno de esos mismos soldados dirá: �No sé
qué es lo que vinimos a hacer acá; la guerra terminó y ni siquiera
sabemos por qué empezó�. Ese desconcierto ante una realidad enajenada
por los grandes medios de comunicación, por una guerra que fue organizada
como una ficción, es lo que aprovecha el director y guionista David O.
Russell para hacer de una superproducción de Hollywood un film audaz,
cínico, contradictorio, esencialmente irreverente.
A la manera del cine clásico norteamericano, lo que hay en el centro de
Tres reyes es una aventura. Tres oficiales y un soldado (como los tres
mosqueteros, éstos también son cuatro: George Clooney, Mark Wahlenberg,
Ice Cube y Spike Jonze, el director de ¿Quieres ser John Malkovich?) se
enteran de que el famoso oro que Saddam Hussein robó de Kuwait no
estaría lejos, escondido en un bunker cercano. Movidos por un evidente
espíritu mercenario, deciden actuar por su propia cuenta, fuera de la
cadena de mandos, vigilados apenas por una cronista de una cadena de
televisión norteamericana (Nora Dunn), representada a imagen y semejanza
de Christianne Amanpour, la célebre corresponsal de guerra de la CNN. Es
así como el grupo se lanza a recorrer el desierto en un jeep, como quien
va de paseo, escuchando a los Beach Boys mientras van disparando sus armas
al viento.
Lo que en un comienzo amenaza ser una trivial remake de M.A.S.H. cambia
súbitamente de tono y se transforma de pronto en una extraña cruza de
sátira y western, en la que se notan �por momentos demasiado� las
influencias de Apocalypse Now y La pandilla salvaje. Cuando estos cuatro
magníficos encuentran, para su propia sorpresa, los lingotes de oro de
Saddam, el humor acre deja paso a una locura generalizada y a una
violencia frenética: los yanquis se enfrentan a la guardia personal de
Hussein y se ven obligados por las circunstancias a ayudar a los rebeldes
al régimen, que pretenden cruzar la frontera y llegar a salvo a Irán. Se
enteran de que el apoyo que le prometió a esa gente el presidente George
Bush es pura mentira, pero a ellos no los mueve ningún espíritu
patriótico. Apenas la ambición, el deseo de entrar en acción y quizá,
como en The Wild Bunch, de Sam Peckinpah (una película a la que Tres
reyes parece remitir más de una vez), cierta noción muy elemental de
lealtad.
Lo que impresiona de este tercer largometraje de David O. Russell
(después de Spanking the Monkey y Flirting with Disaster, dos películas
independientes realizadas fuera de los estudios de Hollywood) no es
solamente su permanente cambio de registro, que pasa del humor al horror,
sino también la manera en que están filmadas algunas escenas de
violencia, como si el director hubiera querido poner en eviden- cia �en
una guerra que se vivió de manera virtual, como si sucediera en la
pantalla un videogame� qué pasa con las balas cuando entran en un
cuerpo, qué daños concretos producen en el organismo. Hay un permanente
ingenio visual en el film de Russell (que utiliza una fotografía áspera
como la arena del propio desierto), pero también una habilidad muy
particular para resumir hasta qué punto el llamado �Nuevo Orden Mundial�
que impuso por la fuerza la �Tormenta del Desierto� ya estaba en
vigencia desde mucho antes con la invasión de los objetos más dispares
�desde autos hasta jeans pasando por teléfonos celulares� de la
cultura material estadouni- dense.
Si hay algo incómodo, irritante, en Tres reyes es cierta
irresponsabilidad manifiesta del film, que se permite todo �desde una
escena de tortura hasta un final insólitamente heroico y patriotero�
sin detenerse a reflexionar jamás sobre las consecuencias de esa
permisividad. En ese todo vale, pareciera que a Russell le importa, por
sobre cualquier otra consideración, desconcertar, provocar, llamar la
atención. Con Tres reyes lo consigue. Y no es poco.
�LAS REGLAS DE LA VIDA�,
CON MICHAEL CAINE
El juego de crecer
El film del sueco
Lasse Hallström crece según pasan los minutos.
La novela de John Irving es bastante más que una fábula
iniciática. |
|
Por Luciano Monteagudo
Es curioso lo que
sucede con Las reglas de la vida, el film basado en la novela Príncipes de
Maine, reyes de Nueva Inglaterra, de John Irving, adaptada por su autor.
Pasa casi una hora larga hasta que aparece el primer conflicto dramático
capaz de llamarse tal, lo que ya de por sí es atípico en una película
producida por Hollywood, siempre preocupado por atrapar al espectador, de la
manera que sea, desde la primera escena. Hasta entonces, lo que narra, no
sin parsimonia, la película dirigida por el sueco Lasse Hallström
(largamente radicado en Estados Unidos) es la melancólica vida en el
orfanato St. Cloud�s, en Maine, Nueva Inglaterra, a comienzos de la
década del 40. El mundo exterior aún se sacude por la guerra, pero sus
ecos apenas si llegan a St. Cloud�s. Es más, ese refugio en las nubes que
parece St. Cloud�s es un mundo en sí mismo, regido por el singular Dr.
Larch (Michael Caine), que hace las reglas del lugar, y también las
infringe. Dedicado por entero a cuidar a sus internos, el Dr. Larch
intentará hacer de cada uno de esos chicos olvidados un rey o un príncipe,
o al menos una persona capaz de tomar sus propias decisiones. Como Homer
Wells (Tobey Maguire), su hijo dilecto, el protagonista de esta historia de
iniciación, contada como una fábula amable pero sin dejar de plantear
temas como el abandono, el incesto y muy particularmente el aborto.
En su demorado comienzo, quizá demasiado idílico, almibarado en exceso por
la música omnipresente de Rachel Portman y la fotografía ambarina de
Oliver Stapleton, no se llega a percibir de qué modo Las reglas de la vida
irá creciendo, poco a poco, trazando una parábola similar a la del joven
Homer, en su viaje de descubrimiento del mundo. Todo en la vida de Homer
gira siempre alrededor de St. Cloud�s, donde se crió desde sus primeros
días y donde el Dr. Larch se convirtió en su padre, amigo y tutor. Todo lo
que Homer estaba en condiciones de aprender �desde proyectar una y otra
vez la misma copia desvencijada de King Kong para los perplejos niños del
orfanato hasta manejar un parto� lo aprendió del Dr. Larch, que en sus
pocos momentos de descanso sobrelleva la soledad de su lucha escuchando
viejos discos en un gramófono, mientras se deja aturdir por dosis cada vez
más generosas de éter. Homer nunca salió de St. Cloud�s y, sin embargo,
es capaz de conducirse como el médico más capacitado, incluso para
practicar abortos, algo a lo que se niega, a pesar de la insistencia de su
mentor. Para ese santo laico que es Larch, no se trata más que de hacer lo
mismo que hace todos los días, salvar vidas. �A esto se llega cuando un
idiota que no sabe hace el trabajo�, se indigna Larch cuando tiene que
enterrar a una chica que cayó en manos de un curandero cualquiera, que la
desangró hasta matarla. �Esta muerte es fruto del encubrimiento, de la
ignorancia�, grita a los cuatro vientos, sin que nadie lo escuche.
Ni siquiera Homer. Porque él quiere ser �el héroe de mi propia vida�,
como dice David Copperfield, en las primeras páginas de la novela de
Charles Dickens que Larch les lee cada noche antes de dormir y que se
convierte en una referencia estructural del film, con su
narrativadecimonónica. Siguiendo ese ejemplo literario, Homer se lanza a
descubrir lo que el mundo tiene para ofrecerle, que no es poco: trabajo,
amistad, amor. No siempre es �útil�, a la manera en que el Dr. Larch
querría que lo fuese, pero al tomar distancia de esa abrumadora figura
paterna conoce una felicidad distinta a la de St. Cloud�s. En ese viaje,
Homer también aprende a tomar sus propias decisiones y a hacerse cargo de
sus actos, aun de los más difíciles. Aunque tenga que romper unas cuantas
reglas, en un final no exento de audacia para un film que aparenta ser más
manso de lo que en realidad es.
En una película a la que no le faltan candidaturas al Oscar �incluidas
las de mejor película y mejor guión adaptado, en la que Irving es un claro
favorito�, no puede dejar de mencionarse el trabajo, como siempre notable,
de Michael Caine. Su excéntrico Dr. Larch le da al film el tono, la
personalidad y la nobleza que no es capaz de desprenderse del monótono
Homer que encarna Tobey Maguire. Por su parte, la convencional puesta en
escena de Hallström (un director que brilló en El año del arco iris y
¿Quién ama a Gilbert Grape?) no se permite, sin embargo, manipular los
sentimientos del espectador. Por el contrario, esa neutralidad pareciera que
es exactamente lo que está pidiendo el guión de Irving, como una forma de
alentar el libre albedrío de sus personajes.
�Nuestros
amigos de la banca�, un documento notable
Los muchachos del Fondo y el
Banco
Por Horacio Bernades
Nuestros amigos de la Banca es una película que deberían ver 33 millones
de personas. Eso, en la Argentina. Sería bueno que otro tanto ocurriera en
el resto de Sudamérica y lo que alguna vez se llamó tercer mundo. De paso,
no estaría nada mal que la viera también el público de los países
europeos y de Estados Unidos. A quienes este documental posiblemente les
aporte poco es a los banqueros y financistas del Norte. Porque ellos ya
saben de antemano lo que Nuestros... muestra. Ellos son los autores del
guión. Producido por la compañía del francés Jacques Bidou y dirigido
por el inglés Peter Chappell, lo que este documental narra, desde adentro y
con el mayor detalle, son las negociaciones entre representantes del Banco
Mundial y el gobierno de Uganda, en 1995, en vistas a un crédito solicitado
por el país africano.
�¿Cómo pudo meterse esta gente ahí adentro, en gabinetes vedados al
común de los mortales?�, es la pregunta que tarde o temprano asalta al
espectador. La respuesta es muy sencilla: porque a la propia gente del Banco
Mundial le interesaba. Para ese entonces, el australiano James Wolfensohn
acababa de asumir como presidente de esa institución, encargada de librar
los préstamos a los países �en desarrollo�. Y el hombre traía consigo
los suaves vientos de los �90, caracterizados por un discurso menos
economicista, ligeramente socialdemócrata, abierto (aunque sea de la boca
para afuera) a la cuestión social y hasta a la preservación ecológica.
Interesados en borrar la imagen duramente reaganista y thatcheriana de los
organismos de crédito, Wolfensohn y sus muchachos abrieron la puerta al
equipo de Chappell, calculando los beneficios.
Obviamente, los resultados no son exactamente lo que esos economistas de
Cambridge y Harvard esperaban. �Tenemos que seguir presionándolos�,
dicen en algún momento los negociadores, y allí van, como gladiadores de
attaché, a encarar al presidente ugandés y sus ministros. El gobierno
africano está endeudado, pero necesita dinero. Básicamente, para mejorar
los caminos y sostener a su ejército, que combate allá en el norte contra
nostálgicos simpatizantes del ex dictador Idi Amin.
El Banco Mundial está dispuesto a prestar, claro (de eso viven), pero bajo
ciertas condiciones. Los caminos no son un problema tan grave y los soldados
bien pueden dormir en barracones. Lo que sí urge es un ajuste violento. Y
de paso, no vendría nada mal remover a las autoridades del Banco Central de
Uganda, paso previo a su privatización. Los economistas (ingleses y
estadounidenses, sobre todo) no tienen aspecto de chupasangres, para nada.
Sonríen, hacen chistes, juegan al tenis, lucen el mejor humor.
La simpatía que pueden despertar los políticos ugandeses (sobre todo el
presidente, Yoweri Meseveni, y uno de sus economistas, ambos ex combatientes
de formación maoísta) es de otro orden. Tiene que ver no sólo con el
relax y la desenvoltura que muestran en la mesa de negociaciones sino con la
lucidez y coraje político con que �aguantan� a los banqueros. �¿Ustedes
quiénes son?�, les pregunta el ministro de finanzas. �¿Son nuestros
amigos, o no?�. �No saben cuánto les agradezco lo que me permiten
aprender de ustedes�, dirá a su turno, con ironía muy british, el
presidente del Banco Central de Uganda... al representante inglés del FMI.
Lo que en definiva muestra Nuestros amigos de la Banca no es gente mala
haciendo dañoa gente buena, pobre y sufrida (y gozando con ello) sino el
simple funcionamiento de una máquina, llamada economía de mercado.
|