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ESTRENOS DE LA SEMANA

Dos grandes producciones norteamericanas encabezan las novedades de hoy: �Las reglas de la vida�, candidata a siete premios Oscar, y �Tres reyes�, una sátira sobre la intervención de EE.UU en la Guerra del Golfo. Completa el panorama un llamativo documental, que desnuda los mecanismos del FMI y el Banco Mundial.

Tres mosqueteros tras el tesoro oculto de Saddam

No los mueve ningún espíritu patriótico, apenas la ambición y el deseo de entrar en acción.
Ice Cube, George Clooney y Mark Wahlenberg, tres de los cuatro mosqueteros de �Tres reyes�. 

Por L. M.

t.gif (862 bytes) La película fija su comienzo el 3 de marzo de 1991, el día del proclamado triunfo norteamericano en la Guerra del Golfo. La llamada �Operación Tormenta del Desierto� acaba de finalizar, pero para un grupo de soldados norteamericanos acantonados en la frontera con Kuwait es como si nunca hubiera empezado. Uno de ellos ve a un soldado iraquí agitando una bandera blanca y, después de ciertas dudas, le dispara y lo mata. Algarabía general. La guerra, por fin, ha tenido lugar para ellos: han visto morir a un �enemigo�. Para cuando termine Tres reyes, después de una ordalía que pone en movimiento a buena parte del ejército norteamericano en la zona, uno de esos mismos soldados dirá: �No sé qué es lo que vinimos a hacer acá; la guerra terminó y ni siquiera sabemos por qué empezó�. Ese desconcierto ante una realidad enajenada por los grandes medios de comunicación, por una guerra que fue organizada como una ficción, es lo que aprovecha el director y guionista David O. Russell para hacer de una superproducción de Hollywood un film audaz, cínico, contradictorio, esencialmente irreverente.
A la manera del cine clásico norteamericano, lo que hay en el centro de Tres reyes es una aventura. Tres oficiales y un soldado (como los tres mosqueteros, éstos también son cuatro: George Clooney, Mark Wahlenberg, Ice Cube y Spike Jonze, el director de ¿Quieres ser John Malkovich?) se enteran de que el famoso oro que Saddam Hussein robó de Kuwait no estaría lejos, escondido en un bunker cercano. Movidos por un evidente espíritu mercenario, deciden actuar por su propia cuenta, fuera de la cadena de mandos, vigilados apenas por una cronista de una cadena de televisión norteamericana (Nora Dunn), representada a imagen y semejanza de Christianne Amanpour, la célebre corresponsal de guerra de la CNN. Es así como el grupo se lanza a recorrer el desierto en un jeep, como quien va de paseo, escuchando a los Beach Boys mientras van disparando sus armas al viento.
Lo que en un comienzo amenaza ser una trivial remake de M.A.S.H. cambia súbitamente de tono y se transforma de pronto en una extraña cruza de sátira y western, en la que se notan �por momentos demasiado� las influencias de Apocalypse Now y La pandilla salvaje. Cuando estos cuatro magníficos encuentran, para su propia sorpresa, los lingotes de oro de Saddam, el humor acre deja paso a una locura generalizada y a una violencia frenética: los yanquis se enfrentan a la guardia personal de Hussein y se ven obligados por las circunstancias a ayudar a los rebeldes al régimen, que pretenden cruzar la frontera y llegar a salvo a Irán. Se enteran de que el apoyo que le prometió a esa gente el presidente George Bush es pura mentira, pero a ellos no los mueve ningún espíritu patriótico. Apenas la ambición, el deseo de entrar en acción y quizá, como en The Wild Bunch, de Sam Peckinpah (una película a la que Tres reyes parece remitir más de una vez), cierta noción muy elemental de lealtad.
Lo que impresiona de este tercer largometraje de David O. Russell (después de Spanking the Monkey y Flirting with Disaster, dos películas independientes realizadas fuera de los estudios de Hollywood) no es solamente su permanente cambio de registro, que pasa del humor al horror, sino también la manera en que están filmadas algunas escenas de violencia, como si el director hubiera querido poner en eviden- cia �en una guerra que se vivió de manera virtual, como si sucediera en la pantalla un videogame� qué pasa con las balas cuando entran en un cuerpo, qué daños concretos producen en el organismo. Hay un permanente ingenio visual en el film de Russell (que utiliza una fotografía áspera como la arena del propio desierto), pero también una habilidad muy particular para resumir hasta qué punto el llamado �Nuevo Orden Mundial� que impuso por la fuerza la �Tormenta del Desierto� ya estaba en vigencia desde mucho antes con la invasión de los objetos más dispares �desde autos hasta jeans pasando por teléfonos celulares� de la cultura material estadouni- dense.
Si hay algo incómodo, irritante, en Tres reyes es cierta irresponsabilidad manifiesta del film, que se permite todo �desde una escena de tortura hasta un final insólitamente heroico y patriotero� sin detenerse a reflexionar jamás sobre las consecuencias de esa permisividad. En ese todo vale, pareciera que a Russell le importa, por sobre cualquier otra consideración, desconcertar, provocar, llamar la atención. Con Tres reyes lo consigue. Y no es poco.

 


 

�LAS REGLAS DE LA VIDA�, CON MICHAEL CAINE
El juego de crecer

El film del sueco Lasse Hallström crece según pasan los minutos.
La novela de John Irving es bastante más que una fábula iniciática.

Por Luciano Monteagudo

Es curioso lo que sucede con Las reglas de la vida, el film basado en la novela Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra, de John Irving, adaptada por su autor. Pasa casi una hora larga hasta que aparece el primer conflicto dramático capaz de llamarse tal, lo que ya de por sí es atípico en una película producida por Hollywood, siempre preocupado por atrapar al espectador, de la manera que sea, desde la primera escena. Hasta entonces, lo que narra, no sin parsimonia, la película dirigida por el sueco Lasse Hallström (largamente radicado en Estados Unidos) es la melancólica vida en el orfanato St. Cloud�s, en Maine, Nueva Inglaterra, a comienzos de la década del 40. El mundo exterior aún se sacude por la guerra, pero sus ecos apenas si llegan a St. Cloud�s. Es más, ese refugio en las nubes que parece St. Cloud�s es un mundo en sí mismo, regido por el singular Dr. Larch (Michael Caine), que hace las reglas del lugar, y también las infringe. Dedicado por entero a cuidar a sus internos, el Dr. Larch intentará hacer de cada uno de esos chicos olvidados un rey o un príncipe, o al menos una persona capaz de tomar sus propias decisiones. Como Homer Wells (Tobey Maguire), su hijo dilecto, el protagonista de esta historia de iniciación, contada como una fábula amable pero sin dejar de plantear temas como el abandono, el incesto y muy particularmente el aborto.
En su demorado comienzo, quizá demasiado idílico, almibarado en exceso por la música omnipresente de Rachel Portman y la fotografía ambarina de Oliver Stapleton, no se llega a percibir de qué modo Las reglas de la vida irá creciendo, poco a poco, trazando una parábola similar a la del joven Homer, en su viaje de descubrimiento del mundo. Todo en la vida de Homer gira siempre alrededor de St. Cloud�s, donde se crió desde sus primeros días y donde el Dr. Larch se convirtió en su padre, amigo y tutor. Todo lo que Homer estaba en condiciones de aprender �desde proyectar una y otra vez la misma copia desvencijada de King Kong para los perplejos niños del orfanato hasta manejar un parto� lo aprendió del Dr. Larch, que en sus pocos momentos de descanso sobrelleva la soledad de su lucha escuchando viejos discos en un gramófono, mientras se deja aturdir por dosis cada vez más generosas de éter. Homer nunca salió de St. Cloud�s y, sin embargo, es capaz de conducirse como el médico más capacitado, incluso para practicar abortos, algo a lo que se niega, a pesar de la insistencia de su mentor. Para ese santo laico que es Larch, no se trata más que de hacer lo mismo que hace todos los días, salvar vidas. �A esto se llega cuando un idiota que no sabe hace el trabajo�, se indigna Larch cuando tiene que enterrar a una chica que cayó en manos de un curandero cualquiera, que la desangró hasta matarla. �Esta muerte es fruto del encubrimiento, de la ignorancia�, grita a los cuatro vientos, sin que nadie lo escuche.
Ni siquiera Homer. Porque él quiere ser �el héroe de mi propia vida�, como dice David Copperfield, en las primeras páginas de la novela de Charles Dickens que Larch les lee cada noche antes de dormir y que se convierte en una referencia estructural del film, con su narrativadecimonónica. Siguiendo ese ejemplo literario, Homer se lanza a descubrir lo que el mundo tiene para ofrecerle, que no es poco: trabajo, amistad, amor. No siempre es �útil�, a la manera en que el Dr. Larch querría que lo fuese, pero al tomar distancia de esa abrumadora figura paterna conoce una felicidad distinta a la de St. Cloud�s. En ese viaje, Homer también aprende a tomar sus propias decisiones y a hacerse cargo de sus actos, aun de los más difíciles. Aunque tenga que romper unas cuantas reglas, en un final no exento de audacia para un film que aparenta ser más manso de lo que en realidad es.
En una película a la que no le faltan candidaturas al Oscar �incluidas las de mejor película y mejor guión adaptado, en la que Irving es un claro favorito�, no puede dejar de mencionarse el trabajo, como siempre notable, de Michael Caine. Su excéntrico Dr. Larch le da al film el tono, la personalidad y la nobleza que no es capaz de desprenderse del monótono Homer que encarna Tobey Maguire. Por su parte, la convencional puesta en escena de Hallström (un director que brilló en El año del arco iris y ¿Quién ama a Gilbert Grape?) no se permite, sin embargo, manipular los sentimientos del espectador. Por el contrario, esa neutralidad pareciera que es exactamente lo que está pidiendo el guión de Irving, como una forma de alentar el libre albedrío de sus personajes.

 


 

�Nuestros amigos de la banca�, un documento notable
Los muchachos del Fondo y el Banco

Por Horacio Bernades

Nuestros amigos de la Banca es una película que deberían ver 33 millones de personas. Eso, en la Argentina. Sería bueno que otro tanto ocurriera en el resto de Sudamérica y lo que alguna vez se llamó tercer mundo. De paso, no estaría nada mal que la viera también el público de los países europeos y de Estados Unidos. A quienes este documental posiblemente les aporte poco es a los banqueros y financistas del Norte. Porque ellos ya saben de antemano lo que Nuestros... muestra. Ellos son los autores del guión. Producido por la compañía del francés Jacques Bidou y dirigido por el inglés Peter Chappell, lo que este documental narra, desde adentro y con el mayor detalle, son las negociaciones entre representantes del Banco Mundial y el gobierno de Uganda, en 1995, en vistas a un crédito solicitado por el país africano.
�¿Cómo pudo meterse esta gente ahí adentro, en gabinetes vedados al común de los mortales?�, es la pregunta que tarde o temprano asalta al espectador. La respuesta es muy sencilla: porque a la propia gente del Banco Mundial le interesaba. Para ese entonces, el australiano James Wolfensohn acababa de asumir como presidente de esa institución, encargada de librar los préstamos a los países �en desarrollo�. Y el hombre traía consigo los suaves vientos de los �90, caracterizados por un discurso menos economicista, ligeramente socialdemócrata, abierto (aunque sea de la boca para afuera) a la cuestión social y hasta a la preservación ecológica. Interesados en borrar la imagen duramente reaganista y thatcheriana de los organismos de crédito, Wolfensohn y sus muchachos abrieron la puerta al equipo de Chappell, calculando los beneficios.
Obviamente, los resultados no son exactamente lo que esos economistas de Cambridge y Harvard esperaban. �Tenemos que seguir presionándolos�, dicen en algún momento los negociadores, y allí van, como gladiadores de attaché, a encarar al presidente ugandés y sus ministros. El gobierno africano está endeudado, pero necesita dinero. Básicamente, para mejorar los caminos y sostener a su ejército, que combate allá en el norte contra nostálgicos simpatizantes del ex dictador Idi Amin.
El Banco Mundial está dispuesto a prestar, claro (de eso viven), pero bajo ciertas condiciones. Los caminos no son un problema tan grave y los soldados bien pueden dormir en barracones. Lo que sí urge es un ajuste violento. Y de paso, no vendría nada mal remover a las autoridades del Banco Central de Uganda, paso previo a su privatización. Los economistas (ingleses y estadounidenses, sobre todo) no tienen aspecto de chupasangres, para nada. Sonríen, hacen chistes, juegan al tenis, lucen el mejor humor.
La simpatía que pueden despertar los políticos ugandeses (sobre todo el presidente, Yoweri Meseveni, y uno de sus economistas, ambos ex combatientes de formación maoísta) es de otro orden. Tiene que ver no sólo con el relax y la desenvoltura que muestran en la mesa de negociaciones sino con la lucidez y coraje político con que �aguantan� a los banqueros. �¿Ustedes quiénes son?�, les pregunta el ministro de finanzas. �¿Son nuestros amigos, o no?�. �No saben cuánto les agradezco lo que me permiten aprender de ustedes�, dirá a su turno, con ironía muy british, el presidente del Banco Central de Uganda... al representante inglés del FMI. Lo que en definiva muestra Nuestros amigos de la Banca no es gente mala haciendo dañoa gente buena, pobre y sufrida (y gozando con ello) sino el simple funcionamiento de una máquina, llamada economía de mercado.

 

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