PANORAMA
POLITICO Polos Por J. M. Pasquini Durán |
La formación de un polo electoral con Domingo Cavallo en el vértice
es el proyecto más osado de las últimas décadas para organizar una
representación política de centroderecha con la hegemonía del
pensamiento conservador no peronista. A diferencia de su antecedente
más inmediato, la UceDé de Alvaro Alsogaray, que era esencialmente
antiperonista hasta que los negocios la subsumieron en el menemismo,
la nueva coalición quiere congregar a su alrededor al peronismo, que
conserva porciones de gobierno por decisión de las urnas pero actúa
fragmentado por la ausencia de jefatura única reconocida. Esta
pretensión impone un marcado acento populista al discurso de campaña
en la Ciudad de Buenos Aires.
La dualidad discursiva, conservadora y populista, sumada a la
trayectoria de los referentes más notorios de la congregación (de
Cavallo y Beliz a Duhalde, Ruckauf y Reutemann), convierten al
proyecto en la sucesión directa del menemismo, pero sin Carlos Menem.
El ex presidente, indispuesto con la ambición del más poderoso
ministro de toda su gestión, sostiene con terquedad la candidatura
imposible de Granillo Ocampo alegando razones de lealtad. El
argumento, dirigido en verdad como invocación a sus seguidores de
ayer, ha tenido poca o ninguna eficacia para evitar los transbordos.
Aunque por ahora es una confluencia táctica, de puro cálculo
electoral, algunos poderosos intereses, los mismos que auspiciaron a
Cavallo hasta aquí, miran el proyecto con simpatía manifiesta.
En
una democracia estable y abierta sería bueno que la derecha tenga un
partido que la represente y compita por las posiciones de gobierno, en
lugar de utilizar a las Fuerzas Armadas o a los grupos económicos de
presión, como sucedió durante más de la mitad del siglo XX. Sería
un rasgo de sinceridad, en detrimento del centrismo hipócrita, en un
país donde muy pocos se atreven a reconocerse como derechistas o
conservadores. La búsqueda de alternativas continuistas desde dentro
del sistema político, en lugar del golpe de Estado o de mercado, es
una tendencia generalizada en el área de influencia de los Estados
Unidos, ya que por ahora prevalece la tesis de las democracias
vigiladas. La extrema injusticia en la distribución de las riquezas
en América latina, junto con la hipercorrupción, mantienen en
situación de fragilidad inestable a los regímenes democráticos de
la región. En lugar de libre elección, los ciudadanos soportan la
extorsión permanente de elegir lo menos malo pero siempre en la misma
frecuencia, bajo amenaza de sanciones apocalípticas si alguien
sintoniza fuera del espectro permitido. Es que mientras persistan
políticas económicas que acentúan la desigualdad entre ricos y
pobres, la democracia estará en peligro. Hace veinte años, uno de
los principales colaboradores de Martínez de Hoz, Guillermo Walter
Klein, lo decía de este modo: �La política económica aplicada
durante el Proceso hubiera sido incompatible con cualquier sistema
democrático y sólo aplicable si está respaldada por un gobierno de
facto� (Clarín, 5/10/80).
La actualidad política es ambivalente. Si por un lado es bueno que la
derecha renuncie a la nocturnidad para competir por el poder, por el
otro pretende disminuir, no ampliar, el número de opciones
disponibles, porque lo que busca es polarizar las elecciones entre
fracciones del pensamiento único. Para que la democracia pueda
sostenerse sobre bases más estables y libres harían falta cuotas
generosas de justicia social y equilibrios políticos más amplios. En
la franja de centroizquierda, sin embargo, hay prolongados ayunos
propositivos, mientras sus habitantes son tironeados por dos visiones
contrapuestas. Unos creen que la dieta cotidiana de tragar sapos
terminará por nutrir su energía de gobernabilidad, mientras en el
otro extremo minúsculas minorías siguen calentándose las gargantas
con consignas que pueden encontrarse en la mesa de saldos de cualquier
librería de textos antiguos, pero que ya no representan una cultura
compartida con la inmensa mayoría de la sociedad, menos aún con los
proletarios superexplotados o excluidos de cualquier idea de progreso.
Buena parte de estas impotencias democráticas encuentran causa en la
labor sistemática y criminal del terrorismo de Estado que comenzó
hace veinticuatro años. No fue sólo la tarea de demolición de los
pensamientos emancipadores y el asesinato masivo, sino la persistente
cobertura posterior brindada por los beneficiarios de esa obra para
impedir el conocimiento de la verdad y la imposición de justicia. La
barrera sostiene la impunidad y, a la vez, impide avanzar en una
revisión completa del pasado. Cada paso adelante en esa dirección,
cada sanción por mínima que sea, demandó esfuerzos titánicos de
los defensores de derechos humanos, aquí y en el mundo entero. Sólo
mantener a la memoria en llagas ha sido un esfuerzo comparable al de
los cristianos en las catacumbas o al de los judíos después de la
Shoá.
Cada aniversario estimula la tentación de los balances contables para
medir el tamaño de los logros conseguidos. Aunque en este terreno,
como en el de la lucha por la libertad o la igualdad, el camino está
cruzado por avances y retrocesos, por atajos y rodeos, por impulsos y
desfallecimientos, la proposición misma de hacer cuentas implica un
saldo insuficiente pero positivo. Hay, además, múltiples evidencias
que justifican el camino recorrido y cada uno puede andarlo de nuevo
en su conciencia. Por citar una evidencia, la más reciente, ahí
están las declaraciones del general Martín Balza, recién retirado
de la jefatura del Ejército y con 48 años de carrera militar.
Reconoció en tribunales y en público la existencia del centro de
detención y tortura en Campo de Mayo, el consentimiento de los mandos
al plan organizado para el robo de recién nacidos en cautiverio y la
posibilidad de la existencia de archivos de la represión en manos
privadas, aquí o en el exterior. Ninguna novedad, es cierto, pero el
reconocimiento por un oficial de ese rango es el resultado de la gota
sobre la piedra.
El respeto por los derechos humanos es hoy una causa universal como
nunca lo había sido desde que se aprobó la Declaración de los
Derechos del Hombre, después de la II Guerra Mundial. Pertenecen a
una dimensión única de valores, o sea los que sirven para juzgar
conductas. Todavía la obra cumplida no ha sido suficiente para
impedir los pliegues conciliadores de quienes deberían velar por el
más estricto cumplimiento de esos principios. La reciente promoción
de oficiales del Ejército con prontuarios de violadores de esos
derechos ha sido una vulneración a la ética democrática. La ética
es una cualidad que no puede aceptar compartimentos estancos en su
aplicación: no hay una ética para los dineros públicos y otra para
salvaguardar los derechos humanos. No hay emergencias económicas o
políticas que justifiquen las inflexiones.
Los demócratas que se flexibilizan en estos asuntos terminan burlados
como los chilenos de la Concertación por Pinochet, o los que creyeron
en Buenos Aires que la de Aldo Rico era una voz de mando con honor y
coraje. ¿Cómo es posible que aún permanezca en su puesto de
ministro de la Seguridad después de la afrenta a la investidura
presidencial, a la que intentó vincular con matasietes del fascismo
local usando información equivocada o falseada a propósito?
Si la democracia quiere recuperar a los autoritarios para la
convivencia pacífica, no puede transigir con sus despropósitos,
porque no son error ni son exceso, son convicciones que han modelado
su carácter. Deben aprender a vivir en el respeto de las diferencias
y en la honestidad de los procedimientos. No alcanza con el perdón o
el arrepentimiento, más cuando aparecen por formalidad, sin la
penitencia adecuada. De lo contrario, el servicio público no será
nunca un lugar de honor sino una oportunidad parael saqueo y la
mentira. La democracia no puede seguir empollando huevos de serpiente. |
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