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UNA POLEMICA SOBRE EL FUTURO DUEÑO DEL BOTON NUCLEAR

Putin es el fin de la oligarquía

Por Claudio Uriarte

Es cierto que Vladimir Putin subió con el apoyo de la oligarquía rusa, esa nueva clase seudocapitalista autoinventada por los viejos gerentes de la industria nacionalizada soviética que se vendieron a sí mismos las empresas a precios irrisorios. Es cierto que su primer acto de gobierno consistió en garantizar inmunidad al presidente Boris Yeltsin, su familia y los miembros de su banda, parte caracterizada de esa mafia. Pero de allí a concluir que Putin será en su presidencia el perro guardián de los oligarcas hay un reduccionismo muy simplista. En realidad, lo contrario es cierto: Putin va a ser el que va a destruir a los oligarcas, del mismo modo que la inmunidad de �la familia� fue la necesaria moneda de cambio para que el golpe de Estado blanco que dio el ex jefe del KGB el 31 de diciembre tuviera la garantía de que el alcohólico y errático ex presidente ruso no volvería a intervenir en la política rusa. En efecto, hoy pasa sus días tranquilamente en su dacha de Gorky 9, y sus intempestivas apariciones en público parecen cosas de un pasado muy remoto.
El motivo por el cual Putin va a destruir a los oligarcas es simple: teniendo todo el poder militar y de policía sobre ellos, ¿para qué va a contentarse con ser su mero perro guardián? El ex jefe de espías ha mostrado un olfato político finísimo en los tres meses que lleva como jefe de Estado interino: suprimió brutalmente la insurgencia separatista en Chechenia convirtiendo a su capital Grozny en una playa de estacionamiento; en seguida cantó victoria y lo que no pudo suprimir de los rebeldes fundamentalistas islámicos lo dejó a cargo de una guerra de baja a mediana intensidad en las montañas de la república secesionista. Por esa vía, se aseguraba dos cosas: primero, que no surgiría un nuevo Afganistán talibán en una zona crítica para las vitales ventas de energía rusas; segundo, que obtendría la presidencia ante el clamor de orden de un electorado que, después de la crisis financiera de 1998, tuvo que soportar el estallido de varias bombas presuntamente chechenas en Moscú, San Petersburgo y otras ciudades, que dejaron centenares de muertos. Esta astucia puede parecer inusitada viniendo de un grisáceo y anónimo ex jefe del KGB, pero se olvida que precisamente del tenebroso KGB fue que salieron los dos experimentos de reforma más señalados de la Unión Soviética en los años �80: el que intentó llevar a cabo Yuri Andropov �él mismo jefe del KGB� a comienzos de la década, y el que impulsó luego su protegido y ahijado político Mijail Gorbachov. El KGB, de este modo, parece la réplica soviética y luego rusa (en este caso bajo la etiqueta de FSB) de lo que Norman Mailer decía en su admirable pero despareja novela El fantasma de Harlot sobre la policía: que es el alma, el cerebro y los ojos de la nación.
Por cierto, se argumentará que Putin no tiene todo el poder militar y policial sobre los oligarcas, en la medida en que muchos de los militares y policías están en la lista de pagos de los propios oligarcas, gracias a la descomposición del Estado ruso. Pero precisamente la enorme ambición de Putin �quien gusta de compararse con el General De Gaulle, nada causalmente� es lo que garantiza su éxito final. Y para esto, para su éxito, necesita sobre todo emular las tácticas bonapartistas de su admirado precedente francés: es decir, necesita gobernar por sobre las clases de un modo altamente intensificado, haciendo jugar unos grupos contra otros primero, otros contra el resto después, lo que le asegurará el poder más alto en la cúspide del aparato del Estado.
Esa lucha no será sin sangre: Putin, después de hacer desaparecer Grozny, necesita, para la consecución de sus objetivos, librar una sangrienta purga contra la corrupción. Sangrienta porque Boris Yeltsinpermitió que el Estado se le volviera un archipiélago de grupos mafiosos, y porque esos grupos están armados. Pero el legítimo ejercicio del monopolio de la violencia por �El Estado soy Yo-Putin� coincide esta vez virtuosamente tanto con la necesidad de refundar el Estado nacional ruso como para la estabilización de las relaciones con Occidente, que estuvo financiando a la mafia yeltsiniana todos estos años por temor a la inestabilidad en la segunda potencia nuclear. En su lucha, Putin no siempre estará acompañado por Occidente, pero tanto Rusia como sus viejos antagonistas saben que Putin es lo mejor que podía pasarles.

Un híbrido ruso de
Pinochet y Reagan

Por Alfredo Grieco y Bavio

Los ex espías no existen, dice un proverbio ruso. Ciento ocho millones de votantes se aprestan a plebiscitar hoy a uno, el actual premier Vladimir Putin, como presidente para los próximos cuatro años. Para muchos rusos y aun occidentales, es lo mejor que puede pasar: sobre el botón nuclear estará el dedo que debe estar, el de la KGB. El 12 de marzo, los españoles hicieron algo parecido al consagrar la mayoría absoluta del candidato del partido del orden, el popular José María Aznar, un ex inspector de su DGI. En todo caso, lo seguro es que los espías saben guardar bien los secretos, y el secreto mejor guardado de la coalición que lleva a Putin como candidato presidencial es su programa. Más aún, programáticamente carecen de programa, y ésa tal vez sea su mejor definición. El movimiento interregional Unidad fue establecido en setiembre de 1999. Sus líderes actuales son Serguei Shoigu (actual ministro de la cartera de Situaciones de Emergencia), Alexander Karelin (un campeón mundial de lucha libre) y Alexander Gurov (un policía retirado). La lista nacional de la coalición está integrada por atletas desconocidos, burócratas regionales menores, y funcionarios del Ministerio del Interior. Formalmente, Putin no pertenece ni a este bloque ni a ningún partido, y repetidas veces manifestó su fastidio con las campañas electorales, las votaciones y la renovación periódica de los cargos, y añoró la estabilidad del período de los zares. Muchos occidentales gustan ver en Putin a un occidental. Fluido hablante de alemán �que tuvo tiempo de practicar en sus años como residente de la KGB en Dresde�, demuestra en público una conciencia clara de la situación de Rusia, a la vez de su fortaleza atómica que autoriza todos los chantajes y de la debilidad económica que los impulsa. Ha dicho que sólo con un crecimiento anual del ocho por ciento, mantenido durante 15 años, podría Rusia llegar al nivel de Portugal �el más pobre de los países de Europa Occidental�. Por detrás de esta conciencia aflora una certeza que no todos formulan en voz alta: que Putin parece inclinado, si se plantea la opción, a favorecer siempre la modernización de Rusia por sobre su democratización. Dispuesto a ser el Pinochet o el Jiang Zemin de su país, pagará complacido cualquier desarrollo económico con violenta, ordenada, eficiente represión política.
En voz alta, Putin defiende la libertad de expresión y deplora el estado de las cárceles rusas. Pero así como el verdadero nombre de su partido sería �Ministerio del Interior�, cuando estuvo al frente de la seguridad estatal conservó todos los estándares de torturas que desacreditaron al Estado soviético. La manera de conducir la guerra de Chechenia lo demostró sobradamente. La masacre de los chechenos es, hasta ahora, el único logro que puede ofrecer su administración. Convirtió a la república caucásica de Chechenia, donde existían núcleos de guerrilleros separatistas islámicos, en una playa de estacionamiento. A diferencia de la guerra chechena perdida de 1994-96, Putin supo movilizar a los medios y a la opinión pública en su favor. El éxito que obtuvo, unido al piedra libre que dio a los militares, es la base de su anticipado triunfo electoral de hoy. La estrategia que adoptó parecía calcada de la de la OTAN en su operativo Fuerza Aliada contra Yugoslavia: multiplicar los bombardeos aéreos o de artillería distante, que preparaban cualquier avance de las tropas de tierra, para así evitar al máximo la impopularidad que traen las bajas.
Putin enfatiza un nacionalismo revanchista, de honor nacional restaurado, comparable al que impuso Ronald Reagan en Estados Unidos después del derrotismo de Vietnam. Como el peruano Alberto Fujimori en el clímax de la Guerra del Cóndor por las fronteras con Ecuador, Putin visitaba el frente de Chechenia con todas sus galas militares. Buen deportista, prefiere ser fotografiado derrotando a sus adversarios de judo: hace años, incluso décadas, que los rusos desean un primer mandatario en buen estado físico. A todo esto se agrega lo obvio. Putin es el candidato de las mafias y nuevas oligarquías rusas, que se quedaron con las riquísimas empresas estatales a precio de saldo. Los grupos industriales abiertamente esperan que �sus� políticos les respondan. Debilitado por el alcoholismo y sus enfermedades, Yeltsin raramente usó al máximo los poderes imperiales que la constitución rusa garantiza a la presidencia. Putin parece bien dispuesto a usarlos.


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