OPINION
Probabilidades Por
J. M. Pasquini Durán |
Entre
tantas banalidades mezquinas o perversas, entre tantas resignaciones
pesimistas o �realismos� pragmáticos, una tormenta de felicidad
inundó los espíritus de todos los que creen en el poder de la
voluntad humana, en la solidaridad de los que sufren o son sensibles
ante el sufrimiento de los demás, en los idealismos que mueven
montañas y en la nobleza de los sentimientos. El presidente
conservador Jorge Batlle, de Uruguay, le informó ayer al poeta
argentino Juan Gelman que tiene una nieta, nacida en cautiverio y
secuestrada por los represores militares, que reside en Montevideo y
que está localizada. Bienvenida esa muchacha al territorio de los
libres y al conocimiento de la verdad. Ahora sabrá que fue localizada
por la obra amorosa de un abuelo empecinado y la decisión de
centenares de hombres y mujeres de todo el mundo, algunos célebres y
otros ignotos, que se unieron a Gelman en la demanda y no se rindieron
ante las sucesivas negativas del ex presidente Julio María
Sanguinetti y de las Fuerzas Armadas de Uruguay. Cuando hay voluntad
política empeñada, la información aparece, porque tal como lo ha
repetido Martín Balza en Buenos Aires, alguien debe tener los
archivos que no se encuentran en las gavetas oficiales.
Es una afirmación de vida, en medio de la memoria de la muerte, y es
una esperanza renovada para todos los que han comprometido su dignidad
y su esfuerzo en la búsqueda de la verdad y de la justicia, en
rechazar el olvido, el pesimismo y la resignación. Es una evidencia
jubilosa para desmentir a los que creen que nada se puede conseguir,
que los todopoderosos
son infranqueables o invencibles, que la ilusión es puro humo que
hace perder noción de la realidad, que la indiferencia gobierna al
mundo. Que sea un presidente conservador el que haya iluminado estas
horas debería ser un espejo en el que tendrían que mirarse todos los
conservadores, y los que no son tanto, que proveen de impunidad a los
ladrones de bebés. Es una lección política para todos los que
defienden causas de similar nobleza, porque en su dolorosa trayectoria
de búsqueda, el poeta no hizo exclusión de nada ni de nadie que
pudiera ayudar con honestidad al propósito central de sus fatigas.
Jamás cedió al justificable arrebato de la venganza inútil,
acumuló pruebas, demostró que es posible reconstruir las huellas de
la represión, hizo proposiciones, apeló al derecho, a la democracia
y aun a la compasión humana. Pudo mostrar, además, que mucho antes
que los tribunales internacionales empezaran a juzgar a los déspotas,
ya los represores habían violado todas las integridades y soberanías
territoriales con el Plan Cóndor, dedicado al tráfico infame de
condenados a muerte y al robo de recién nacidos en los campos de
detención y tortura. Para los que creen en las casualidades o en la
predeterminación del destino, la feliz revelación en Montevideo
ocurrió el mismo día que en La Plata era descorchado Aldo Rico de su
poltrona ministerial.
Rico sobrevive sin más mérito que el corcho sobre el agua.
Pendenciero, vociferante, fanfarrón, divide al mundo en
amigos/enemigos, todos ocasionales. Desde que asomó a la escena
pública, hace trece años, de uniforme de fajina y con rayas de
betún en la cara, su conducta, hasta el grotesco, representa al
despotismo rústico y sus escrúpulos morales son tan primitivos como
sus modales, según dichos de algunos de sus ex camaradas de ruta. Con
esas características personales, su gravitación pública debería
ser nula. Sin embargo, logró notoriedad protagónica en episodios
significativos de la historia más reciente de la democracia, desde el
motín carapintada de 1987 hasta la sublevación burocrática de estos
días que le costó el ministerio de Seguridad bonaerense.
Por cierto, hay otros tránsfugas similares que migran de un gobierno
a otro, de un partido a otro, sin llamar la atención del mismo modo.
Ricocree que hay una conspiración periodística que lo persigue, pero
la suposición no es otra cosa que un reflejo más de su henchida
vanidad. Lo que sucede en verdad es que este personaje es
emblemático, más allá de sus dimensiones particulares. Hay
militares que hicieron más daño y civiles que juntaron más dinero,
sin tanta alharaca. Pero, así como Alfredo Astiz simboliza al
terrorismo de Estado aunque nunca tuvo cargos en el alto mando, el ex
teniente coronel condensa la resaca nacional de muchas décadas en
continua inestabilidad institucional, con antinomias irreductibles y
arbitrariedad de la fuerza bruta. Con sus discursos de impostado
peronismo cerril, con sus métodos prepotentes y los aires fatuos de
comando con licencia para matar, Rico concentra la atención porque es
símbolo de la asociación ilegítima del poder y la violencia, cuya
expresión más bárbara fue el terrorismo de Estado.
En la Semana Santa de 1987, Raúl Alfonsín lo nombró �héroe de
Malvinas�, en 1989 Carlos Menem lo contaba como tropa propia,
después fundó y disolvió un partido, el MODIN, mientras se
autoproclamaba candidato presidencial, en 1994 Eduardo Duhalde
compró, alquiló o reclutó, según distintas versiones, sus votos en
la constituyente bonaerense para aprobar la cláusula reeleccionista
y, aunque el pasaje se hizo efímero, Carlos Ruckauf le confió la
seguridad de Buenos Aires, nada menos. A todos, de una manera o de
otra, les salió caro, porque los eventuales beneficios
circunstanciales nunca compensaron los costos de conciliar o asociarse
a semejante símbolo, como ahora bien lo sabe el gobernador
bonaerense. (De paso: ¿qué servicios le agradeció ayer al
despedirlo?) Lo más sorprendente de todo es que la mayoría de los
votantes de San Miguel, en el conurbano, lo eligieron como intendente
en las urnas, cargo que pretende reasumir porque pidió licencia
cuando lo nombraron ministro. Este militar que nunca ganó una
batalla, que no pide ni da tregua (dice), aprendió a organizar las
rendiciones.
Las inflexiones prueban que falta recorrer camino hasta consolidar una
cultura democrática sin fisuras, para sacarse de encima los hábitos
adquiridos en tanto tiempo de libertades mutiladas, proscripciones y
violencias de todo tipo. Cada político, a su tiempo, tuvo a mano la
explicación oportuna para justificar las pasajeras conciliaciones o
pactos. También la deben tener los votantes de San Miguel,
probablemente acosados por los temores a la inseguridad urbana y a los
desmanes policiales: ¿Qué mejor que un violento para controlar a los
violentos?, se habrán dicho. Salvando las distancias, las masas
fanatizadas por Mussolini o por Hitler también creían. Los Estados
Unidos confiaron el sur de Italia a personeros de la mafia, en
recompensa por los favores recibidos durante la campaña de la II
Guerra Mundial. Casi siempre las historias ofrecen más
justificaciones que justicia.
Pero la pragmática contabilidad de costos/beneficios no alcanza
cuando aparece este tipo de simbología. Es mejor preguntarse cuáles
son las normas morales y éticas de la democracia, no como espacio
virtual, sino como sistema político concreto. ¿Todo vale? En las
actuales condiciones del mundo y del país, la democracia liberal en
economías capitalistas transnacionalizadas produce el fenómeno
inverso a lo que debería ser su resultado natural: la economía
excluye a millones y la política incluye a quienes, por tradición y
convicciones, son enemigos sustanciales de la justicia, los derechos
civiles y la tolerancia. Invertir esa relación es el mayor desafío
de este tiempo y a nadie le resulta fácil superar las vallas que los
conservadores han levantado para sostener sus privilegios. Esto
obliga, casi a diario, a pensar en las prioridades y en las
tendencias, a luchar para que la democracia ensanche las opciones para
mejorar la vida de la inmensa mayoría.
En la agenda democrática, hay prioridades impuestas, otras obligadas
pero también hay espacio para las voluntarias. Hace falta distinguir
conprecisión, sin contornos borrosos o confusos, lo que ayuda a ese
propósito final. Si la democracia percibe al conflicto social como
más peligroso que los métodos de Rico, si los únicos violentos
inaceptables son los de la izquierda pero los de la derecha son todos
rescatables, lo más probable es que la libertad y la seguridad
colectivas queden en situación de riesgo. Hoy en día, hay más
militantes sindicales procesados que violadores de derechos humanos.
En Córdoba, el gobernador José Manuel de la Sota reprime a los
gremios estatales y elabora ordenanzas que limitan derechos
constitucionales, mientras el antiguo jefe del III Cuerpo de
Ejército, Luciano Benjamín Menéndez, se pasea por esa ciudad como
si fuera casa propia. Aquí nadie encuentra una solución jurídica
para los presos de La Tablada, a pesar de las observaciones y demandas
de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, mientras Videla va
a misa en Tornquist y disfruta de una casa de verano, sin que ningún
organismo de seguridad lo haya denunciado por violar la prisión
domiciliaria.
La corrupción y la impunidad son escarnecidas en todos los discursos,
a lo mejor con buena intención y sin ninguna maña demagógica, pero
cuando se banaliza el mal y, más aún, cuando se lo acepta, aunque
sea con resignación o a disgusto, como una cuota necesaria en el
ejercicio de la política y del poder, es tanto más peligroso que lo
que se denuncia. Empiezan como tácticas, a veces defensivas, para una
situación específica, pero casi siempre terminan contaminando la
gestión global y perdiendo de vista el propósito inicial. Las
relaciones del Gobierno con los caciques de la CGT, a propósito de la
reforma laboral, han alcanzado una dinámica que calza en ese
estereotipo. Primero abrazos y fotos en salones de la Rosada y un rato
después una campaña publicitaria que los denuncia como canallas que
ven por sus negocios personales antes que por el interés de los
trabajadores, que miraron para otro lado mientras el menemismo
desmantelaba las leyes obreras y fabricaba desempleo en masa. Esto es
verdad sobre el sindicalismo gerencial, pero lo era también cuando
acudieron a canjear el apoyo a la reforma por los millones para los
negocios de las obras sociales y fueron recibidos con plácemes.
La táctica oficial se fundamenta en aplicarles a los gerentes
sindicales la misma conducta mercenaria que ellos han seguido durante
décadas. Pero ese juego pendular de los caciques gremiales carece de
escrúpulos y de ética. ¿Puede permitirse la democracia un
vaciamiento similar? Por lo pronto, en la crítica publicitaria han
dejado de distinguir a los que se oponen a la reforma por motivos
legítimos y por convicciones verdaderas. Con esa lógica, si el
Senado aprueba la reforma, ¿habría que pensar que se pagó el peaje
de tránsito (actual eufemismo para nombrar al soborno)? La
banalización del mal es una pendiente sin retorno. El presidente
Fernando de la Rúa sugirió en algún momento, más como amenaza que
intención, la posibilidad de convocar a un plebiscito sobre
cuestiones como la reforma laboral. Sería estimulante que, alguna
vez, el gobierno ausculte la opinión popular en directo, sin
encuestas de valor relativo y sin competir en astucias de dudosa
calidad. En suma, darle valor y peso políticos a los que están pero
no se ven, como no se veía hasta ayer a la nieta de Gelman, el hombre
que nunca se rindió. |
|