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Por Horacio Bernades ![]() Como síntoma de ese desconocimiento, es posible que la figura pequeña de Fuller, su hablar gruñido, el permanente habano entre los dientes y abundante cabello blanco resulten más familiares que sus films. Eso obedece a una razón muy concreta: de fines de los �70 para acá, Fuller apareció con cierta frecuencia en películas de admiradores y discípulos. En El amigo americano era un gangster al que el protagonista liquidaba a tiros; en El estado de las cosas, el camarógrafo veterano. Anteriormente, en Pierrot el loco (1965), Fuller había dado su famosa definición del cine: �Una película es como un campo de batalla: hay amor, odio, acción, violencia, muerte. En una palabra, ¡emoción!�. Filmada en blanco y negro y, como era usual en él, desde los márgenes de Hollywood, Delirio de pasiones es un film pequeño y exótico, estructurado a partir de dos fijaciones personales: el periodismo y la locura. Antes de combatir en la Segunda Guerra (tercera de sus grandes obsesiones), Fuller había ejercido el periodismo, en la sección �Policiales�. En cuanto a la locura, solía ejercerla con frecuencia en sus decisiones cinematográficas, como la propia Delirio de pasiones deja ver. Desde el argumento mismo, que se basa en una novelita barata escrita por el propio Fuller. Para investigar un crimen cometido en un manicomio, un periodista tiene una idea sencillísima y peligrosa: hacerse pasar por loco, para que lo internen y poder así hacer su �trabajo de campo� sin despertar sospechas. No lo hace por nada: espera ganar el Pulitzer. Le saldrá caro, porque la locura es (como lo señala el título con que el film se distribuyó en España) un �corredor sin retorno�. Habituado a los titulares en letras tamaño escándalo en los que se formó, Fuller utiliza un tratamiento sensacionalista para tratar el tema, sin atarse a la camisa de fuerza del psicologismo. Sus locos son de chaleco, y sus procedimientos cinematográficos, simples y brutales. �Cada plano de Fuller es como una trompada a la cara�, había afirmado Godard, y el realizador lo confirma aquí en cada escena y cada resolución dramática. Así como la novia del periodista (la bella Constance Towers, que sería protagonista de la siguiente El beso desnudo) se gana la vida como stripper en un club nocturno porque su empleo de taquígrafa no le deja un peso, Fuller trata �temas candentes� desde el microcosmos del loquero, apelando a ciertos casos representativos. En plena lucha por los derechos civiles de comienzos de los �60, cuando la cuestión racial ardía, uno de los internos es un negro que, como está loco, se cree miembro del Ku-Klux-Klan y larga una perorata racista, subido a un banquito del hospital. Hay otro, formado en la intolerancia de una granja sureña, a quien los �rojos� le lavaron el cerebro durante la guerra de Corea, convirtiéndolo a la causa. Aparece, finalmente, el ex científico que ayudó a desarrollar la bomba atómica, y terminó con el cerebro quemado por la culpa. Hay también, en Delirio de pasiones (por una vez el título local, traicionando al original, logra serle fiel al espíritu del film, al acudir a la palabra �delirio�), una insólita patota de ninfómanas que intenta violar al protagonista. Y una buena cantidad de pesadillas del iluso periodista, que sueña a la novia envuelta en plumas de cabaret y se cree en medio de una tormenta de los mil demonios, aun estando a cubierto. Todo un primitivo americano, Sam Fuller nunca mostró excesivo respeto por las buenas maneras cinematográficas y otras formas de lo modoso. De allí su vitalidad y excentricidad, su contagioso desatino.
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