Los dueños del tiempo
Por Luis Bruschtein |
En Cuba afirman que en realidad estamos en el año 1999 (d. de C.) y que
la era cristiana
habrá cumplido dos mil años recién al final del que está en curso. Con
este argumento, que es cierto porque en el calendario gregoriano no existe
el año cero, los apocalípticos del año dos mil redoblaron sus
esperanzas, algo alicaídas porque la supuesta entrada al tercer milenio
no ha sido tan catastrófica. Sin embargo se dice que, en verdad, Cristo
nació en el año 4 antes de Cristo, con lo cual, este año dos mil
tendría que ser 1997.
Los misterios de una dimensión tan inasible como el tiempo �que
también es la eternidad o el infinito� incitan a los seres humanos para
hacerlo más accesible. Una forma ha sido medirlo y otra, politizarlo. O
mejor aún: politizar su medición. Muchos aseveran que los cubanos dicen
que no estamos en el dos mil por la misma porfía con que siguen siendo
comunistas, aunque tengan razón.
Hay antecedentes: durante casi dos siglos Gran Bretaña y sus colonias
vivieron diez días adelante que el resto de las naciones europeas. Como
había sido el papa Gregorio XIII el que había cambiado el calendario con
una bula, Gran Bretaña, que no era católica, entendió que el cambio no
la afectaba. Las cartas de los ingleses del siglo XVII tenían doble
fecha, con diez días de diferencia, según fuera el �Viejo Estilo� o
el �Nuevo Estilo�, recuerda David Edwing Duncan en su Historia del
calendario.
Tanto católicos como cismáticos tienen en su haber varios astrónomos en
la hoguera por haberse metido con el tiempo porque decían que se trataba
de una dimensión divina, que era un tema de Dios, no de los seres
humanos. Más que por rigor científico, la bula papal de Gregorio XIII
fue una decisión política para medir el poder del Vaticano en una época
de cismas y reformas. Los jacobinos de la Revolución Francesa cortaron
por lo sano: enterraron el calendario gregoriano para imponer otro, según
el cual estaríamos en el año 208. Pero duró lo que los jacobinos. Para
las culturas no cristianas, el dos mil ya fue o está por llegar. Para los
judíos, este año es el 5760; para los budistas, el 2544; para el mundo
islámico, el 1420. Sería el año 5119 en el actual gran ciclo de los
mayas y para los chinos, más poéticos, simplemente se trata del año del
Dragón. Hay años para todos los gustos.
La civilización humana ha conquistado los mares, pero no ha podido con el
tiempo que es el océano donde se desarrolla la vida. Una cosa es medir un
litro de agua y otra, muy distinta, navegar a voluntad por todos los
rincones. De hecho, cada quien cuenta los años como le parece. Y, más
allá de la cuestión práctica, por alguna extraña razón en la historia
de la humanidad el que tiene más poder trata de medir el tiempo de todos,
como hicieron con sus calendarios los egipcios, los persas, los griegos,
los romanos o el Vaticano.
Estados Unidos, que se ha convertido en la mayor potencia de la época,
asumió esa responsabilidad mítica que la historia confiere al más
poderoso. Creó una maravilla tecnológica que tiene cincuenta relojes
individuales digitales unidos a una intrincada red de computadoras, todas
ellas unidas a su vez a un átomo de cesio cuyo ritmo, al vibrar,
subdivide la infinitud del tiempo hasta en millonésimas de segundo. El
gran reloj atómico de Washington es tan preciso que se ha convertido en
la guía de los relojes de todo el mundo, desde Jerusalén, hasta Pekín o
La Meca, incluyendo a Buenos Aires, por supuesto.
Resulta más apropiado decir que el que tiene más poder mide el tiempo de
todos y no al revés porque en realidad se trata de una ilusión de tipo
religioso, como el vínculo que establecen los humanos con algo que los
sobrepasa. Como si el hecho de medir el tiempo implicara poseerlo o
dominarlo, lo cual conferiría atributos míticos a ese poder terrenal.
ElBig Ben de Londres �con su hermosa réplica de Retiro�, o el gran
reloj atómico de Washington funcionarían así, metafóricamente
hablando, como los santuarios centrales de viejos y nuevos imperios desde
donde se administra el tiempo de todo el planeta.
Hay una frase pretenciosa que dice: �démosle tiempo al tiempo�. Pero
nadie es dueño del tiempo, él se lo da a sí mismo. Como se trata de un
gran malentendido, y el tiempo sigue su curso inmune a dueños y
medidores, ocurren situaciones graciosas. El 31 de diciembre último no se
produjeron las catástrofes climáticas, tectónicas ni informáticas que
estaban anunciadas. Fue todo bastante normal, menos para el gran reloj
atómico de Washington, que cuando tendría que haber marcado 2000, puso
19.100. O cuando todo el planeta festejaba la entrada al tercer milenio de
la era cristiana, desde Cuba, el principal y humilde adversario
ideológico de Washington, les gritaban: �Oye chico, se olvidaron del
cero�. Lo más gracioso es que en el futuro habrá seguramente un Papa
que, como hizo Gregorio XIII con Roger Bacon, tendrá que darles la razón
a los comunistas.
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