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La totalidad nunca es la suma de las partes. A veces es más. Y a veces es menos. Como una mujer de bellos rasgos que, sin embargo, no resulta bella, el cuarteto con el que Ron Carter tocó en Buenos Aires no llega a mostrar más que buenas individualidades al servicio de una música menor, bien tocada pero carente de fuerza. En realidad, éste es un cuarteto que se asemeja a un bello cadáver: los arcos superciliares, los pómulos, la boca, todo es hermoso. Lo único que falta es el alma. O, dicho de otra manera, vida. El célebre contrabajista, elegante, casi exquisito, dueño de un sonido impactante con su instrumento, no pareció conmoverse en ningún momento del show. Y sus compañeros, más allá del profesionalismo, no llegaron nunca a cruzar las fronteras de la pulcritud. El contraste, en todo caso, fue mayor en relación con el grupo argentino que había precedido a las estrellas. El pianista Adrián IaIaies, el contrabajista Paco Weht y el baterista Fernando Martínez, junto al bandoneonista Gabriel Rivano como invitado, habían dado una lección de humildad y entrega. Y, sobre todo, de música comprometida. Un preciso trabajo de contrapuntos rítmicos entre el piano y la batería, la belleza del tema �El patrón de la vereda� y la polenta de la casi chacarera �Juárez el casamentero� fueron, para la audiencia, un regalo y, para Ron Carter y asociados, un presente griego. Porque la aguada versión del archiprevisible �So What� con que empezaron sólo podía sonar a desencanto después de la intensidad de los locales. Stephen Scott es un muy buen pianista y Payton Crossley un baterista de estilo bastante atípico, pero posiblemente interesante en otro contexto. La percusión, innecesaria en el marco de este planteo musical, por lo menos no molestó. Aunque en realidad no hubo nada que molestara. En el cuarteto de Ron Carter nada molesta. Tampoco es interesante, ni inquietante, ni cálido. Apenas fríamente correcto. Cada uno hace lo que tiene que hacer; todos los músicos tienen el suficiente profesionalismo como para no mirar el reloj en escena y, cuando todo termina, elegantes como llegaron (sin despeinarse, podría decirse) se retiran agradeciendo los generosos aplausos. No es que haya habido cosas fuera de lugar. Ni errores ni desprolijidades. Apenas un concierto que, tal vez en un bar y quizá en manos demenos famosos, podría haber sido satisfactorio. No más. Tampoco menos.
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