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Por Cristian Alarcón Como la caída de una enésima helada invernal, los horrores de Sierra Chica no produjeron ayer, durante el alegato acusatorio contra los apóstoles, ni el más tibio de los escalofríos. El exhaustivo repaso de 7 asesinatos, las 17 privaciones ilegales de la libertad y los descuartizamientos e incineraciones de cadáveres no alcanzan, después de dos meses de juicio, ni a desconcertar a los que sólo conocen la antropofágica anécdota de las empanadas. Tampoco resultan sorprendentes los pedidos de condena: reclusión perpetua para los siete cabecillas y entre 4 y 22 años para los 19 presos acusados de tomar rehenes. Lo que vino ayer a ponerle un verdadero broche al �telejuicio� en el que los acusados miran su proceso desde una jaula fue la inclusión del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB) en la acusación: los fiscales pidieron al tribunal que se investigara a los altos mandos y guardias de la fuerza por la presunta responsabilidad que tuvieron en el crimen de uno de los presos, aquel que fue empujado por los guardias hacia el patio del penal, donde los apóstoles lo mataron ante los ojos de los penitenciarios. Un solo hombre de entre los cientos que colaboraron con los cabecillas del motín entre el 30 de marzo y el 7 de abril de 1996 se quebró cuando a los asesinatos de presos buchones les siguió una carnicería humana para convertir a los muertos en desaparecidos, para hacer humo la evidencia de la masacre: Carlos Cepeda Pérez. El interno, que según lo dicho durante el juicio fue cómplice del motín durante la primera etapa, fue perseguido por los apóstoles hasta la puerta de la guardia de entrada, donde, como habían hecho otros, se refugió. Amenazados por los apóstoles con que serían ajusticiados dos de sus compañeros tomados como rehenes, los guardias �no dejan que se quede, lo obligan por la fuerza a salir�, según lo que expuso ayer como probado durante el proceso el fiscal Gustavo Echevarría. La fiscalía solicitó al tribunal que se �investigue la responsabilidad criminal de los guardias presentes, llamativamente todos de bajo rango, y de los jefes penitenciarios que llamativamente estaban descansando o cenando lejos del penal cuando debieron estar allí controlando o supervisando lo que era una situación límite� (ver recuadro). La acusación de Echevarría y de la fiscal Silvia Echeverry apuntó a desnudar los mecanismos invisibles que se movieron a la hora de los asesinatos de siete presos, ocurridos, la mayoría de ellos, durante la mañana del lunes 1º de abril. El motín había comenzado el sábado 30 a las 14.30, tras un frustrado intento de fuga de seis presos. Lo ocurrido el lunes es para los fiscales el resultado de la oposición de la banda liderada por Agapito Lencinas, un reconocido y poderosos �buchón� del SPB, a la continuación del motín. �Necesitaban eliminar al enemigo, porque para profundizar la revuelta y fugarse tenían en claro que debían tener el poder absoluto�. A eso le siguió la �planificación previa� de las muertes, y una �lista de posibles oponentes� a una revuelta �inédita� en la provincia de Buenos Aires, sobre todo después de que fue tomada como rehén una jueza, María de las Mercedes Malere. La organización de los presos amotinados en tres grupos diferenciados claramente ocupó una parte central en la argumentación de Echeverry. Para la fiscal, en el motín hubo un grupo que comandaba, integrado por Marcelo �Popó� Brandán Juárez, Jorge �Pelela� Pedraza, Víctor �El Cabezón� Esquivel, Miguel Angel �El Paraguayo Migua� Ruiz Dávalos, Juan José Murgia Cantero, Guillermo �El Gallego� López Blanco y Miguel �Chiquito� Acevedo. Tras sus pasos habría habido, según el alegato, un segundo grupo de 19 rebeldes que participaron activamente en el motín, �custodiaron voluntariamente a los rehenes y usufructuaban de los beneficios de estar cerca de los cabecillas� para quienes pidieron penas de entre 4 y 22 años, según la cantidad de privaciones ilegales de la libertad por la que está cada uno de ellos acusado. Para los jefes, todos ellos acusados de haber cometido uno o varios de los asesinatos, se les pidió la condena areclusión perpetua con accesoria por tiempo indeterminado. Un solo preso quedó fuera de la acusación por falta de pruebas: Gustavo Arín. �El único modo efectivo de eliminar a sus víctimas era agarrarlos solos y desprevenidos, de lo contrario Agapito hubiera causado estragos�, dijo Echevarría, explicando cómo es que los apóstoles mataron sin bajas ni heridos a quienes �no eran ningunos nenes de pechos�. �¿Cómo es posible que no presentaron batalla? ¿Se volvieron mansos?�, preguntó Echevarría. Y concluyó: �Fue necesaria la utilización óptima del factor sorpresa, un trabajo de inteligencia, y una organización ofensiva casi perfecta. Sierra Chica no fue el fruto de una turba enceguecida. Si hubiera sido así, las desprolijidades hubieran quedado a la vista. Si las muertes hubieran sido obra de una multitud anónima, hubieran tirado los cadáveres para que fueran devueltos a sus familias y hubiera sido imposible para un juez saber quiénes habían sido los asesinos�. Los fiscales pidieron las condenas convencidos de que los acusados �tenían que desaparecer los cuerpos, porque esos muertos habían sido víctimas de un grupo pequeño y vistos por muchos�. Para ese grupo es que pidieron la reclusión perpetua: �Tenían el arma, la organización, el método, y sobre todo, tenían el poder durante el motín�, concluyeron, intentado explicar en frío la hoguera de la cárcel.
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