La
corrupción endémica es producto de la convicción de que es bueno
creer que los intereses personales o del clan propio sean mucho más
importantes que el bien común. He aquí la razón por la cual
cualquier gobierno resuelto a combatirla haría lo posible para
impedir que el Estado sea colonizado por grupos familiares que podrían
actuar como pequeñas mafias. ¿Es lo que ha hecho Fernando de la Rúa?
Claro que no. Ya antes de iniciar su gestión el pronto a ser
Presidente envió un mensaje inequívoco al resto del país colocando
a su hermano mayor en un puesto clave de su gobierno. Puede que el
hermano Jorge sea una persona excelente, brillante, un prodigio de
honestidad, pero al nombrarlo De la Rúa se privó de la autoridad
moral que le hubiera permitido luchar contra el nepotismo y amiguismo
que, además de perjudicar cruelmente a quienes no tienen la suerte de
estar relacionados con influyentes, sirven para enriquecer el caldo de
cultivo en que se multiplican las bacterias malignas de la corrupción.
De aquel momento en adelante, todo prohombre criticado por repartir
cargos entre sus parientes ha contestado: "El Presidente también
lo hace".
Como no pudo ser de
otra manera, las primeras denuncias por corrupción en el gobierno han
tenido que ver con el nepotismo, con la sospecha, certera o no, de que
sus integrantes antepondrían su "lealtad" hacia sus
parientes o amigos íntimos a su deber de funcionario público. Aunque
en el caso protagonizado por Graciela Fernández Meijide y su cuñado
el Gobierno haya optado por cortar por lo sano, pronto habrá otros
similares, suficientes como para dar al delarruismo una imagen
comparable con la ostentada por el menemismo, lo cual, de más está
decirlo, hará de su caza a "emblemáticos" una farsa y
estimulará a miles de funcionarios menores a seguir mofándose de las
reglas.
La corrupción casi
siempre presupone la complicidad y para desbaratar las redes que la
sostienen será necesario que los políticos hagan caso omiso de sus
fuertes instintos familieros para institucionalizar una forma de
discriminación al revés --como ocurre en algunas empresas
privadas--, destinada a asegurar que las relaciones entre los
funcionarios, y entre éstos y empresarios que podrían convertirse en
sus clientes, sean lo más impersonales concebibles. Acaso sería
injusto, pero lo sería mucho menos que la situación actual en la que
causaría más sorpresa enterarse de que un "dirigente" no
contara con ningún pariente estratégicamente ubicado que ser
informado que un funcionario aprovechaba su cargo para dar ventajas al
negocio de su esposa, hijo, cuñado o amigo de toda la vida.
|