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El problema de los jugadores que
se convierten en stars televisivas

�Un domingo cualquiera�, el nuevo film de Oliver Stone, se mete de lleno en el mundo del fútbol americano que, en muchos aspectos �los no vinculados con el juego, básicamente� se parece en mucho al fútbol argentino.

El carismástico Al Pacino es el entrenador en medio de un juego cada vez menos deportivo.
El film de Stone no esconde un alto grado de fascinación por los jugadores, gladiadores modernos.


Por Luciano Monteagudo

t.gif (862 bytes) Hay una contradicción por lo menos significativa en Un domingo cualquiera, el nuevo más reciente de Oliver Stone, ambientado en el mundillo del llamado �fútbol americano�, que visto desde estas latitudes siempre pareció más bien una suerte de rugby desaforado y brutal. El protagonista de la película es Tony D�Amato (Al Pacino), un veterano entrenador de los Miami Sharks, que se mueve en las aguas de ese deporte como todo un tiburón, precisamente. Una de las quejas de D�Amato, que tiene una suerte de crisis de la mediana edad en medio de la película, es que la influencia de la televisión ha dañado gravemente la integridad del juego. Sus muchachos ahora ya no están tan pendientes del trabajo de equipo y de la vieja mística deportiva sino más bien de las decenas de cámaras de TV para las que juegan cada domingo. Pero sucede que al mismo tiempo que la película, como discurso, adscribe a este rezongo, desde lo formal se entrega con frenesí a la estética televisual, llevada hasta sus últimas consecuencias.
En Un domingo cualquiera Stone somete a sus espectadores a una sesión intensiva, de casi dos horas y media, de un bombardeo visual y sonoro a la manera de un comercial de la cadena deportiva ESPN. Todo en el film tiende a esa atomización de la imagen, potenciada por los gritos guturales de los jugadores (AGGHH! UUGGHH! OOHH!, se escucha en sensurround), mientras atronan las guitarras rockeras y los samplers raperos. Como bien sugirió un crítico francés: en comparación con Any Given Sunday cualquier otra película norteamericana con tema deportivo parece hecha por el asceta Robert Bresson.
Hay algo malsanamente atractivo en estos excesos, en esta exageración a la que es tan afecto Stone y que hace que la cancha de juego parezca un campo de batalla (¿la jungla vietnamita de Pelotón?) o un ring de lucha libre, en el que salta la sangre, se siente el crujir de los huesos y hasta vuela por el aire un globo ocular, mientras el propio director se ocupa de narrar toda esa violencia desde su doble puesto de combate, como realizador y como actor, interpretando a un relator deportivo. Es como si la brutalidad del juego se hubiera contagiado a la película, que reniega de cualquier atisbo de sutileza.
Los clichés están a la orden del día: está el viejo jugador que tiene la oportunidad de redimirse en el partido de despedida (Dennis Quaid); está el arrogante joven dispuesto a ganarse de cualquier modo un lugar en el equipo (el rapper Jamie Foxx); y está la fría y calculadora propietaria del equipo (Cameron Diaz, cada vez más versátil), que heredó la compañía de su padre, pero que no está dispuesta a seguir los dictados familiares y se maneja como una empresaria pragmática, ajena al espíritu deportivo que proclama D�Amato, interpretado por Pacino como un hombre al borde de un permanente ataque de nervios.
Lo que finalmente queda como tesis del film de Stone es algo no demasiado diferente de lo que se suele escuchar cada domingo en los comentarios deportivos de cualquier latitud: que los jugadores son gente capaz de dejar la vida en la cancha, suerte de gladiadores heridos que dantodo por la causa. Esta comparación con los gladiadores es tan grosera que en un momento en el que D�Amato ofrece a los gritos una diatriba contra los mercaderes del deporte, tiene como telón de fondo el enorme televisor de su mansión (mansión que se supone pudo adquirir gracias a esos mismos filisteos) en el que se ven imágenes de... la famosa carrera de cuádrigas de Ben Hur. 

 

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