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OPINION

LIMITES

Por J. M. Pasquini Durán

Argentina no es una nación pobre ni la política es deshonesta por definición. Hoy por hoy, sin embargo, las noticias cotidianas aportan evidencias de lo contrario. Con un ingreso promedio de nueve mil dólares per capita anual, ¿cómo puede ser que en los suburbios de Rosario maten gatos y caballos de la calle para alimentarse o que un tercio de la población viva por debajo de la línea de pobreza? Es cierto, los promedios son un espejismo. Hasta un tonto puede deducirlo: si de dos personas una come dos empanadas y la otra nada, el promedio es una empanada per capita. Pero la explicación última no puede ser un mero defecto estadístico: es un país injusto, con profundas desigualdades e inestabilidad social. ¿Por falta de recursos humanos o naturales? Hasta un chico de la escuela primaria podría negarlo con abundancia de datos. La pobreza y la marginalidad son el resultado inexorable de una lógica de acumulación (de explotación) que rompió los límites del capitalismo civilizado para volver atrás, al tiempo de las relaciones salvajes.
En Estados Unidos, centro del capitalismo mundial, la población gasta por año 8000 millones de dólares en cosméticos y 17.000 millones en alimentos para animales domésticos. El gasto en ambos rubros equivale a más de la mitad del presupuesto anual del Estado argentino. A pesar de las diferencias, en la última década este país pagó a los acreedores internacionales, la mayoría norteamericanos, más de 50.000 millones de dólares y debe el triple de esa suma, transfirió al exterior riquezas privadas por valor de 70/80.000 millones de dólares y evadió impuestos, en el mismo plazo, por un monto estimado en más de 200.000 millones de dólares. ¿Qué país sería éste si esas fortunas se hubieran aplicado a la producción, al ahorro interno y a la realización de obras y servicios públicos?
Para quitarle esas posibilidades, hubo que vaciar al Estado privándolo de patrimonio y de funciones reguladoras, quebrar al productor nacional mediano y pequeño y asociar a los sobrevivientes en empresas prebendarias, especulativas y monopólicas o convertirlos en rentistas parasitarios. La fuerza laboral fue devastada mediante la exclusión social masiva, a fin de que esos batallones de desocupados pudieran ser utilizados como instrumentos de extorsión para que los demás acepten las peores condiciones de trabajo, sin derechos, sin protección, aterrorizados por la amenaza de la expulsión sin retorno.
Los cambios no se hicieron de un día para otro. Los teóricos de la ortodoxia del libre mercado (�La única libertad que interesa es la del mercado�, decía uno de ellos) tuvieron que esperar, después de la II Guerra Mundial, más de 25 años hasta que llegaron a la cúspide del poder mundial bajo la hegemonía del capital financiero globalizado. Para vencer la resistencia popular al pensamiento de ultraderecha (llamado neoliberalismo) en algunos países, como en Argentina, tuvieron que sostener al terrorismo de Estado y desacreditar en el mundo entero a las ideas redentoras o de justicia social, trasladando a la política la lógica mercantil del pragmatismo deshumanizado. Fundaron una cultura del pensamiento único y del presente perpetuo con la arrogante pretensión de convertirla en norma universal, el �fin de la historia�.
El capitalismo salvaje soporta a la democracia como un mal menor, pero no la aprecia. Para sostenerla dentro de sus límites, convirtieron a la dirigencia social, en especial a los políticos, en una oligarquía institucional envuelta en una burbuja de privilegios, sin ningún respeto por el origen de sus representaciones, el voto popular. Para asegurarse la clonación permanente de esa casta, más allá de las periódicas renovaciones de elencos gubernamentales, abrieron las cajas negras para financiar laactividad de los más obedientes y prometieron el infierno para los que se apartaran del rumbo predeterminado.
En esa mirada general, la corrupción, como el desempleo y la inseguridad, son endemias globalizadas por el capitalismo salvaje. Hay corrupción en la próspera Alemania, en la Rusia postcomunista y en la Argentina, y en cualquier lugar adonde llega la influencia de la ortodoxia conservadora. Si no fuera esa la causa original, ¿dónde están los puntos de contacto entre el alemán Helmuth Kohl y cualquiera de los imputados criollos? Hay que pensar en esos fenómenos como efectos o instrumentos de un sistema de poder, de una cultura política que infectó el pensamiento universal en el último cuarto del siglo XX y se prolonga hasta ahora. Son problemas estructurales en lugar de simples desvíos perversos de las conductas particulares. Y no cesará hasta que no haya un cambio cultural en la lógica predominante, lo que supone mucho más que una discusión sobre reglas económicas, privatizaciones o tasas de interés, como si fueran compartimentos estancos.
La lucha contra la corrupción, lo mismo que contra el desempleo y la inseguridad, es una tarea inexcusable, que no acepta repliegues ni renuncias, aunque la lógica general que las prohíja no pueda ser modificada antes o al mismo tiempo. Es una manera de acercarse en combate al �núcleo duro� de la problemática global, hasta que sea posible la transformación cultural de raíz. Que la imposibilidad de modificar las relaciones de poder con el Fondo Monetario Internacional, no sea excusa válida para justificar las excrecencias.
En esa dirección, los primeros que deben caer son los prejuicios que más de una vez atan las manos limpias. Los que creen que sus trayectorias los vuelven insospechables, los que tienen miedo a exhibir las llagas porque �desacreditan� a la democracia, los solidarios corporativos, los que suponen que las denuncias tienen siempre alientos de conspiración, los que se resignan a las cajas negras para financiar la actividad política, los que no renuncian a sus propios privilegios para no quedar en �desventaja� frente a los otros, los que creen que sólo se corrompe la derecha, y todos los demás que impiden meter el bisturí hasta el hueso cada vez que la oportunidad se presenta.
Los tribunales deberían actuar, como lo hicieron en Italia, si estuvieran en condiciones, pero nada indica que lo estén. Tienen que ser los mismos políticos, desde el Estado a los partidos, los que hagan el proceso de manos limpias y revuelvan sus propias aguas hasta depurarlas de la contaminación. Los militares no lo hicieron cuando tuvieron la oportunidad durante la administración alfonsinista ni ahora, cuando las evidencias se siguen acumulando. Al contrario: quieren secuestrar del fuero civil la causa por el robo de niños nacidos en cautiverio. La jerarquía eclesiástica piensa que su responsabilidad está saldada con el arrepentimiento público. Otros sectores de la vida nacional ni siquiera se lo han propuesto. Los políticos solos no podrán hacerlo.
Por eso, el periodismo ha ocupado espacios de denuncia, cuyo aporte a sanear la democracia no se puede negar, aunque algunos de sus miembros, empresas o individuos, deban todavía una explicación por sus conductas durante los años de plomo. Todo lo que contribuya al saneamiento debe ser bienvenido, aun a riesgo de excesos que propician el puro escándalo para llamar la atención. Hay sectores de la sociedad que dan muestra de cierta fatiga en la recepción de denuncias cotidianas que terminan en poco o nada y prefieren, a veces, cerrar ojos y oídos para no sufrir de náuseas por asco. El cinismo o la indiferencia, aunque puedan ser más confortables, no son virtudes ni agentes del cambio porque son fracasos del compromiso de conciencia y, a menudo, simples justificativos para la impudencia.
Otros, cansados de esperar los cambios que se anuncian o prometen, terminan resignándose al mal menor o se dejan llevar por las apariencias.Sin embargo, cualquiera que haga un esfuerzo para mirar un poco más lejos que la mezquindad inmediata, podrá advertir que en el mundo hay señales claras de que la cultura ultraconservadora está agotando sus baterías y que son cada vez más los pueblos que se levantan para hacerse escuchar o para obtener sus reclamos. Hoy en día basta con mirar alrededor de Sudamérica para percibir la ebullición.
El FMI podrá augurar porcentajes de crecimiento macroeconómico pero ese discurso no puede convencer en serio a nadie, porque ya se probó que el crecimiento sin equidad termina beneficiando a minorías. También quedó probado que aun con pleno empleo, como sucede en Estados Unidos, la brecha entre pobres y ricos sigue creciendo si no hay una redistribución con justicia de las riquezas colectivas. Hay evidencia acumulada para demostrar que ningún sistema tributario inequitativo puede superar la evasión masiva y que para ser consentido todo sacrificio imponible deberá estar justificado en prácticas morales incuestionables. ¿Para qué subsidiar a las terminales automotrices con el Plan Canje, es decir con el dinero de todos, si van a terminar licenciando por la fuerza a miles de operarios? Hace falta el Estado para ponerle límites al canibalismo mercantil y cada individuo merece la oportunidad de proveer por sí mismo al sustento propio y de su familia. Honestidad, trabajo, dignidad: valores sencillos para honrar a la condición humana. Suficientes para redimir a una sociedad humillada por la impunidad, la injusticia y el cinismo.

 

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