Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


El pronóstico dice: bueno, en ascenso

�La vida no me asusta�, de la premiada Noémie Lvovsky, una buena muestra del nuevo cine francés. 

Doscientas películas de los más diversos orígenes y formatos le dieron brillo a un festival que supo combinar riqueza artística con solidez organizativa.


Por Horacio Bernades
t.gif (862 bytes) En términos de parte meteorológico, un �bueno y en ascenso� podría ser una posible síntesis del II Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires. El festival que concluyó ayer supo mantener el nivel y el perfil delineados en su primera edición. Y amplió su capacidad de convocatoria, con más público y más salas funcionando sin parar, a razón de catorce horas diarias, promedio. �Estamos bien, pero podemos estar mejor�, tal vez piensen sus organizadores, parafraseando cierta célebre máxima de algún ex presidente.
Entre largos y cortos, el público porteño tuvo ocasión de ver, en diez días, cerca de doscientas películas de los más diversos orígenes, estéticas, propuestas y formatos. El festival que auspicia la Secretaría de Cultura de la Ciudad consolidó este año un perfil en el que tienen cabida lo amateur y lo absolutamente profesionalizado, lo clásico y lo revulsivo, los novísimos cineastas y los consagrados, los que filman desde el margen y quienes están ya a pasitos del mainstream. Un sofisticado film francés como La vida no me asusta al lado de una rústica película latinoamericana; un enorme clásico de Welles filmado hace más de cuarenta años, junto a un film menor que acaba de terminarse; una película que es puro pensamiento y reflexión, como La guerra de un solo hombre, dándole paso (¡en la misma sala!) a esa gritona revisión del punk que es La roña y la furia; una película cuasiexperimental, como Julien el tonto, coexistiendo con una tan convencional como Come te nessuno mai. Y todas ellas, en simultáneo con los documentales sobre el Holocausto que presentó la muestra �La banalidad del mal�. Polaroids que cualquiera pudo tomar en estos diez días y expresan cabalmente el amplio registro con que el Festival de Buenos Aires acoge la palabra �independiente�.
Bastaría con apuntar la hipotética camarita ya no sobre la pantalla, sino hacia el público, para registrar parecida diversidad, entre el cinéfilo puro y duro y el chico de trasnoche, entre el curioso y el estudioso, entre el fan, el cult y el snob. Dato incontrastable, ese público aumentó un 25 por ciento, de los 100.000 espectadores del año pasado a los 125.000 de éste. Pero la cantidad no sirve de nada si no viene acompañada de calidad. En este terreno, el festival, cuyo director general es Ricardo Manetti y que en lo artístico conduce Andrés Di Tella, volvió a cumplir con una programación en la que no hubo que lamentar bochornos y tuvo un nivel medio más que aceptable. El hecho de que quienes eligen las películas sean cineastas, críticos o académicos �gente de cine, en una palabra� es crucial para ello. Puede discutirse la selección, a algunos les habrán gustado ciertas películas menos que a otros y hasta se registraron feroces polémicas alrededor de tal o cual film. Pero difícilmente habrá quien ponga en duda que el Festival de Buenos Aires tiene una programación seria y coherente. Los mismos adjetivos podrían aplicarse al jurado, que lució el más impecable de los criterios a la hora de premiar.
Si alguna apuesta debe mantener el Festival de Buenos Aires, es la de poner al cine argentino en sintonía con el resto del mundo, y esto abarca varios aspectos. Hay un ida y vuelta que consiste en mostrarle al público porteño lo más interesante del cine que se está haciendo ahora mismo allá afuera. Y a los visitantes, el que se hace acá. Están, a su vez, los espacios de intercambio (presentaciones, encuentros, charlas, mesas redondas, seminarios) entre quienes hacen, piensan, ven cine, y hasta quienes pueden llegar a financiarlo. Como había ocurrido ya el año pasado con el taller organizado por los daneses del Dogma y las mesas redondas auspiciadas por el Sundance Institute, en su segunda edición el Festival de Cine Independiente no descuidó para nada toda esa periferia de la programación. Que resulta esencial para pensar, discutir y diseñar unlugar para el cine independiente. Y, más específicamente, uno para el cine independiente argentino.
De la muestra competitiva, el cine argentino se fue con las manos casi vacías, obteniendo apenas un premio menor y sin una revelación como resultó, el año pasado, Mundo grúa. Pero conviene no olvidar que los visitantes tienen la posibilidad de ver mucho cine argentino por fuera de la competencia. Y lo hacen. En cuanto al movimiento inverso, el de abrir el cine del mundo al público local, el evento porteño funcionó, por un lado, como �festival de festivales�, con una verdadera selección mayor de las consagradas en Berlín, Cannes, San Sebastián o Venecia. Por otro, y quizás sea éste el costado más interesante, permitió asomarse a las novísimas tendencias cinematográficas que hoy mismo buscan su forma. Desde el continuo estallido del cine asiático, con films coreanos, chinos, japoneses, taiwaneses y hongkoneses que estuvieron entre lo más estimulante y vital visto en estos diez días, hasta las nuevas camadas francesas, esas que llevan al frente apellidos como Cantet, Lvovsky, Vernoux, Deleuze, Anspach.
Queda una única sombra a despejar, la de la incómoda dependencia que el Festival de Buenos Aires tiene con respecto del poder político. A ella aludió el propio Di Tella cuando hizo votos, durante la ceremonia de cierre, a �la continuidad de este esfuerzo, sea cual fuera el próximo gobierno de la ciudad�. La solución parece llamarse autonomía, tal vez a través de alguna fórmula que congenie el apoyo oficial con la puesta en funcionamiento de alguna fundación, todo ello acompañado de sponsoreo privado. Instalado ya decididamente en la agenda cultural anual de la ciudad de Buenos Aires, parece fuera de discusión que el festival tiene bien ganado su derecho a la continuidad. Y, de ser posible, al crecimiento.

 

PRINCIPAL