Por Diego Fischerman
A veces es solamente una cuestión de palabras. A veces la gente no se entiende porque llama de la misma manera a muchas cosas distintas o, al revés, porque da distintos nombres a la misma cosa. Es posible que la dificultad para pensar en el rock, en la actualidad, tenga que ver, por ejemplo, con lo arduo que resulta poner en la misma bolsa a Pink Floyd y a Los Auténticos Decadentes. Antes, en los �70, se hacían diferencias moralizantes; se catequizaba con lo de �progresivo vs. complaciente�; se anatemizaba. Había, en el rock como en la música de tradición escrita y en el jazz, una policía estética que cuidaba la pureza genética y condenaba a los réprobos. Eran tiempos bastante autoritarios. Pero por lo menos no todo daba lo mismo. Estaban los que intentaban (a veces lo lograban) trascender la funcionalidad ritual (el baile, la comunión de los recitales) y hacer música que pudiera ser escuchada en sí misma, como objeto puro. Eso que, sin pudor, en Estados Unidos e Inglaterra se denominó �Art Rock�. Ellos podían vender o no, pero todos sabían que eran distintos de aquellos que no cuestionaban en absoluto las reglas del mercado y ponían, ante todo, la posibilidad de una fácil comercialización. Pink Floyd era el ejemplo más claro de la primera categoría. Y The Wall, además de himno paranoico, fue también una respuesta.
La pretensión artística de muchos de los grupos de rock, particularmente ingleses, derivaba con frecuencia hacia la nadería rimbombante. Muchos de los músicos no tenían más técnica que la adquirida en uno o dos años de conservatorio (a veces menos) y pretendían escribir sinfonías, conciertos para piano y óperas. El resultado era, casi siempre, caricaturesco. Lleno de intenciones tan grandes como pequeños eran los recursos de desarrollo musical puestos en juego. El rock, entonces, reaccionó desde adentro. Basta de imposturas, basta de falsa grandiosidad y de pretendida belleza, dijeron. Había nacido el punk. Pink Floyd, que ya en El lado oscuro de la luna había dado entrada a una clase de canción mucho más directa y lineal que la de sus primeros discos, en The Wall se volvió, a su manera, un poco punk.
El disco fue grabado en 1979 y, un año después, en Earls Court, lo presentaron en vivo con un show deslumbrante. La grabación del recital jamás había salido a la venta. Hasta ahora. Con una presentación verdaderamente lujosa, un sonido excelente y un extremado cuidado en la edición, acaba de aparecer Is There Anybody Out There?, subtitulado The Wall Live - Pink Floyd - 1980/81. El libro de 64 páginas que acompaña a los dos CDs abunda en fotos, planos de escenario y, claro está, notas escritas por los responsables y sus allegados. Allí se ventilan (aunque ya estaban bastante ventiladas) las diversas rencillas �y, más tarde, luchas sangrientas por la marca Pink Floyd y por los derechos para tocar sus obras�, pero, mucho más importante, aparece dibujada una época en que, aunque fuera con candor, la transformación del mundo parecía posible. Y en la que riesgo estético no era, todavía, un conjunto de malas palabras reservado exclusivamente para el uso de vejestorios nostálgicos. Es claro, The Wall siempre tuvo un problema. No es fácil sobrellevar imágenes como las de la película de Alan Parker. Pero la escucha atenta de esta versión en vivo, grabada cuando Pink Floyd todavía era Pink Floyd, demuestra que lejos de la mediocridad naïf de Parker es donde mejor suenan los sonidos de la ya histórica pared.
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