Sin miedos ni prejuicios
Por J. M. Pasquini Durán |
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No hay explicaciones simples para lo que ocurrió en las inmediaciones del Congreso entre policías y manifestantes. Es obvio que la represión utilizada merece condena. El propio gobierno y la jefatura de la Federal reconocieron la desmesura y aplicaron algunas sanciones. Dejarlo ahí, sin embargo, no es suficiente, ya no sólo para explicar esos sucesos sino para indagar en las tensiones del futuro. Basta con desgajar los distintos componentes de la situación para comprender que no se trata de otro encuentro entre violentos o el desenlace de un recital de los Redonditos.
Ante todo, el país vive en tensión por las dificultades económicas y las injusticias sociales que afectan a tantos. En ese torbellino que no cesa, están los excluidos, los que tienen miedo a ser excluidos y varias napas de las clases medias que están golpeadas por la incertidumbre, la demanda de sacrificios, la ausencia de perspectivas reconfortantes y una opresiva sensación de inseguridad. Todo eso, es cierto, no es nuevo ni el producto único del gobierno que asumió el 10 de diciembre, hace poco más de cuatro meses. En todo caso, el reproche que le cabe es que así como, dicen, ganó confianza en el exterior, no supo conseguir el mismo entusiasmo en el interior del país. Las penurias, la bronca, la decepción, la sensación de futuro ausente son todos elementos dispuestos a reventar en las circunstancias menos pensadas.
El gobierno nacional no ha querido asumir al conflicto social como un aliado para presionar sobre los privilegiados en demanda de mayor equidad. Por el contrario, considera que los sindicatos están corrompidos por una casta burocrática o están encerrados en la defensa dogmática de situaciones estancadas, lo que los vuelve retardatarios, hostiles a todo cambio. Sectores internos del propio Gobierno van más allá y consideran que la represión es el único modo de conservar la paz social, porque si ésta se quebrara, piensan, la situación podría volverse incontrolable. Los gobernadores de provincias aportan lo suyo, presagiando estallidos apocalípticos, con el propósito de conseguir fondos adicionales para paliar sus cuentas en crónico desequilibrio. No es que los estallidos no puedan producirse, pero la mayoría de esos dirigentes alarmados callaron hasta que se fue el menemismo, pese a que la pobreza y la injusticia infamante ya existían.
Por el lado de los sindicatos, también hay opiniones diversas y actitudes encontradas. Están los burócratas gerenciales que no desean ceder sus cuotas de poder. También concurren los que han decidido ocupar el liderazgo vacante del peronismo mediante la demagogia populista. Todos ellos danzan un minué de relaciones con el Gobierno y pasan, sin dificultad, de celebraciones de salón a discursos de barricada. Pero están los otros, los que vienen peleando desde hace mucho contra las causas y los efectos de una política que enriquece a los menos y empobrece a los más. Para aquéllos, la democracia no importa, porque han sobrevivido a todos los regímenes militares. Para éstos, los de la militancia dura, la democracia y el hambre cuando van juntos producen una contradicción de fondo, que ellos quieren resolver con sus críticas y su oposición más firme.
Tampoco hay que descartar, en este episodio particular, las internas de la propia policía, que afronta el desprestigio social, la corrupción interna, los malos salarios y las políticas erráticas de seguridad que descolocan a sus miembros casi siempre. No hay que olvidar que vienen de una tradición y de una subcultura de prepotencia y malos hábitos que sobrevivieron con impunidad a las tragedias nacionales. No hay hasta el momento una dirección clara, desde ninguna fuerza política, que reconcilie las tareas de seguridad con el consenso público. Hasta hay atisbos, en nombre de la �intranquilidad social�, de recuperar espacios de poder que la democracia limita por propia definición de los derechosconstitucionales. Nadie puede descartar, entonces, que los presuntos �excesos� cometidos no sean en verdad deliberados actos de provocación que buscan polarizar los términos entre la falsa opción vulgarizada que coloca a los derechos civiles de un lado y al orden y la seguridad del otro, como si fueran términos de naturaleza incompatible.
En situaciones de gran potencial conflictivo es más necesario que nunca liberarse de prejuicios, armarse de paciencia (y no de otras cosas) y no interrumpir el diálogo. En democracia, aún en términos de hostilidad abierta entre posiciones distintas sobre los compromisos con la nación, los enemigos verdaderos son los que están incómodos con la libertad. Las diferencias legítimas deben tener la oportunidad plena de expresarse sin riesgos de vida, porque en el espacio vacío que deja la política democrática crecen las perturbaciones violentas. La idea que tiende a afirmarse en la dirigencia política, sobre todo en la que tiene responsabilidades ejecutivas y legislativas, de que todo debe ser �política de Estado�, es decir, de consenso obligado, es nociva por donde se la mire. La democracia implica la posibilidad del disenso, ya que si no fuera así la pluralidad estaría acabada y con ella las posibilidades de encontrar las mejores soluciones para cada dilema.
Los que se asustan y los que pretenden asustar con visiones trágicas del conflicto social no son amigos del pueblo ni de la libertad. Es hora de pensar una sociedad capaz de resistir inclusive los espasmos de violencia social, muchas veces ajenos a la premeditación de sus protagonistas, y enderezar siempre el rumbo en términos de tolerancia y de respeto recíproco. Si alguien pudo plantar una torta de crema en la cara de la máxima autoridad del Fondo Monetario Internacional sin que los agentes de seguridad lo acribillaran con balas de goma o de plomo, quiere decir que hay un espacio muy grande, en la democracia, entre lo que sucedió en los alrededores del Congreso y lo que debería ser.
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