Por Horacio Bernades
Radicado en Francia desde hace un cuarto de siglo, el del argentino Edgardo Cozarinsky (n. 1939) es un cine de expatriados, filmado por un igual. Es por eso que está muy bien que Fantasmas de Tánger, crónica de un viaje de ida a la capital de Marruecos, sea la película que marque su retorno a la cartelera porteña. Y está muy bien, también, que algunos de sus otros films, los más volcados al documental, se hayan programado en paralelo con éste, en la sala de al lado (ver aparte).
Su penúltimo opus hasta la fecha y apenas el segundo en estrenarse en la Argentina (la anterior fue Guerreros y cautivas, con cinco años de retraso), el carácter quintaesencial de Fantasmas de Tánger en relación con el conjunto de la obra de Cozarinsky está dado no sólo por su tema sino también por su forma. El cruce de ficción y documental, los puntos en los que uno y otro registro se intersectan y confunden, es seguramente lo más distintivo del trabajo cinematográfico de Cozarinsky. Fantasmas de Tánger se estructura alrededor de dos viajes de sentido opuesto. Está, por un lado, el que hace un escritor europeo, siguiendo las huellas fantasmales de Paul Bowles, Jean Genet, William Burroughs y otros colegas eminentes y/o decadentes. Por otro, el que emprende un niño del interior hacia la capital, en busca de algo mucho más simple y concreto: trabajo, dinero para mandarle a la madre.
Ambos personajes jamás se encontrarán, porque circulan como en dos órbitas que difícilmente puedan conectarse. Siempre interesado en contrapuntos y desfases, Cozarinsky señala esa desconexión, cruzando a sus personajes en dos o tres ocasiones. Se rozan apenas, no llegan ni a hablarse. Si no entre los personajes, sí se produce toda clase de diálogos, que van de la contigüidad a la fusión, en la materia con la que el realizador trabaja. Hay un relato de ficción, con personajes inventados (aunque, llamativamente, el niño se llama igual que su personaje). En él, el escritor busca rastros de una Tánger real, y las pisadas de personajes reales en ella.
El actor se cruza en su camino con verdaderos habitantes de esa ciudad, que serán sus guías y le permitirán reconstruir la historia real de aquella interzona poblada por viajeros de todas las especies.
En esos relatos se cruzan inmigrantes, contrabandistas, espías, exiliados, Casablanca y otras películas, turistas en busca de ciertas formas prohibidas del placer. Y aparece en escena el mismísimo Paul Bowles, anciano y enfermo. Se diría que es un personaje de ficción, un viejo escritor algo perverso que cuenta historias desde la cama, arropado hasta el cuello y con tremendas ojeras. Como él, el protagonista quedará atrapado en Tánger. Para ello, deberá cometer primero un acto irreparable. Según se oye en off, ésa es la condición sine qua non para merecer esa ciudad de cruces y pecados, un puerto del que nadie zarpa.
Pero eso no es todo, amigos
Junto con el estreno de Fantasmas de Tánger, en la sala 2 del cine Cosmos se está llevando a cabo, hasta el miércoles 26, un ciclo de proyecciones en video. En él pueden verse trabajos anteriores de Edgardo Cozarinsky. Se trata de Domenico Scarlatti en Sevilla (1990), Boulevards du Crépuscule (1992), La barraca: Lorca por los caminos de España (1994), la extraordinaria Citizen Langlois (1994) y su último film hasta la fecha, Van Gogh y su doble, de 1998. Consultar horarios en cartelera. |
�MI VECINO ES EL ASESINO�, DE JONATHAN LYNN
Tolerable, pero no memorable
Por Luciano Monteagudo
�Yo trato de que mis pacientes no sufran�, dice con sincera devoción Nicholas �Oz� Oseransky, un vulgar dentista norteamericano radicado en Montreal. �Yo pretendo lo mismo�, dice a su lado Jimmy �The Tulip� Tudeski. La diferencia entre uno y otro es que Jimmy es un asesino a sueldo. Si todos los chistes de Mi vecino el asesino fueran como éste, cabría la posibilidad de que la película dirigida por el inglés Jonathan Lynn (que causó cierto impacto en Hollywood ocho años atrás con la horrorosa Mi primo Vinny) fuera una comedia ingeniosa. No es el caso, por cierto, pero aún así el humor negro que campea en el relato la hace un film tolerable, aunque no precisamente memorable.
Pensada para el consumo rápido y fácil dentro de un shopping, acompañada de una generosa ración de gaseosa y pochoclo, Mi vecino el asesino es una comedia inofensiva, que no deja marcas de ningún tipo. Ni de bala ni de torno. Ni de risas. El hecho de que el killer .-compuesto por Bruce Willis con su natural displicencia-. y que el dentista (Matthew Perry, presencia habitual en la serie televisiva �Friends�) se conviertan en buenos vecinos pone en acción un mecanismo de enredos, que compromete a muchos otros personajes. En principio, a la mujer del dentista (Rosanna Arquette), una arpía decidida a librarse de su marido como sea, contratando los servicios de uno o más asesinos, de ser necesario. También está complicado en el asunto un mafioso de Chicago que quiere la cabeza de Jimmy �The Tulip�, un enorme guardaespaldas que juega a dos bandas, la sinuosa esposa de Jimmy y hasta la recepcionista de �Oz�, deseosa de aprender todos y cada uno de los detalles del oficio... del matador profesional.
Hay momentos graciosos y otros no tanto (la mayoría), pero al menos debe reconocerse a Lynn el buen gusto de incluir en la banda sonora algunos pocos temas del mejor jazz, como el clásico �Moanin�, de Charles Mingus, en el que el saxo barítono de Pepper Adams comienza repitiendo con su voz grave un riff infernal, que termina despertando a todos los espíritus .cañas, trompetas, trombones-. de la jungla. Dan ganas de que la película acabe antes, para poder ir corriendo a escuchar esa música maravillosa.
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