Por Hilda Cabrera
�Se dicen tantas cosas de Shakespeare. Yo podría afirmar que se dedicaba a comprar tierras en Stratford-on-Avon... Todo lo que se diga sobre este autor son suposiciones, y en ese sentido sí, podemos suponer que, como dicen algunos, el discurso de Próspero expresa en parte la concepción que Shakespeare tenía de la vida�, puntualiza el director catalán Lluís Pasqual, de paso por Buenos Aires, cuando se le pregunta por aquel duque desterrado de La tempestad, personaje que compendia sabiduría y vigor, y desembarca en una isla de sortilegios junto a su hija Miranda. Convocado por Kive Staiff, director del Teatro San Martín, Pasqual llegó para elegir a los actores que integrarán el elenco de esta obra que funde hechizos e intriga. El primer convocado fue Alfredo Alcón. Este será el quinto trabajo de Pasqual con este actor, al que en 1987 elogió en una carta abierta publicada el mismo día del estreno de El público, de Federico García Lorca, en el Teatro María Guerrero de Madrid.
De este director �que comenzó su carrera artística como actor del grupo La Tartana, de Reus (donde nació en 1951), fundó en 1976 el Teatre Lliure de Barcelona y fue director del Centro Dramático Nacional de España, el Théâtre de l�Europe, en el Odéon de París, y de la sección teatro de la Bienal de Venecia� el público porteño ha tenido ocasión de ver otros trabajos: La vida del rey Eduardo II de Inglaterra, de Christopher Marlowe, en la versión de Bertolt Brecht (con Alfredo Alcón y Antonio Banderas, en 1983), Los caminos de Federico, Tirano Banderas, de Valle Inclán (con Lautaro Murúa, Patricio Contreras y Leonor Manso, entre otros) y, últimamente, Haciendo Lorca (con Nuria Espert y Alfredo Alcón). En su diálogo con Página/12, y refiriéndose a La tempestad, previene: �Me voy a poner cursi, pero pienso que, al igual que Próspero, Shakespeare creía en el amor de los jóvenes (en este caso Fernando y Miranda), y les desea un futuro más limpio que el propio. La anécdota es un invento para lograr ese encuentro y, en el fondo, la creencia de que los más jóvenes serán mejores que sus padres�.
�¿Piensa subrayar esto en su puesta?
�¡Qué va! Todavía no sé cómo será la puesta. Para mí, hacer La Tempestad es como casarse. Lo anuncias, pero no sabes exactamente qué pasará después. Lo único que sé es que tengo al Próspero ideal: Alfredo Alcón. Kive nos propuso hacer esta obra a los dos, y al mismo tiempo.
�¿Los actores son siempre su punto de partida?
�Cuando un actor se encuentra con un colega y le dice que está ensayando Hamlet, el otro le desea suerte, pero cuando es un director el que está poniendo esta obra, cualquiera que se encuentre con él le pregunta quién la va a interpretar. Para mí, el teatro está ante todo ligado a los actores, y no a una concepción de puesta o un decorado. Me interesa cada vez menos hacer �una lectura de la obra�. Trato en cambio de extraer su poesía, y eso sólo puedo lograrlo a través de los actores. Una vez que tenga la constelación humana (el elenco) me pondré a pensar en todo lo demás.
�¿Qué es lo que busca en un intérprete?
�Que sea bueno. Lo mismo que cuando voy al mercado a comprar lo que necesito para una paella, busco lo mejor.
�Puede que alguno se enoje por esa comparación...
�No creo. Es cierto que la paella se come y a los actores se los mira y oye, pero igual lo digo: me gustan buenos. Puedo tener de antemano una pequeña idea sobre cómo serán los personajes: Ariel, Calibán, Miranda... Pero ese paisaje lo iré construyendo a partir de un planeta: Próspero, o sea Alfredo. Además hay otro punto de partida, la sala Casacuberta, donde el escenario parece estar más cerca del público y me permite hacer de la obra un cuento si se quiere filosófico, a la medida humana, sin gritos.
�Usted ha dirigido a actores de países muy diferentes. ¿Tiene en cuenta sus características, sus tradiciones?
�He trabajado con actores ingleses, franceses, españoles, rusos... y he visto que en el fondo se parecen. En el sentido de que cada uno arrastra algo de su país, que son el concentrado de una colectividad, la esencia del agua de colonia.
�¿Aprovecha esas singularidades o las neutraliza?
�Nunca las anulo. Al contrario, las hago crecer, pero filtradas por quien pone las reglas del juego, el autor, que acá es Shakespeare. Esto es como el fútbol. Las reglas son las mismas para todos los equipos, pero no es lo mismo el juego de los brasileños que el de los alemanes.
�¿Continúa al frente del Teatre Lliure?
�Sí. En este momento estamos haciendo El jardín de los cerezos, de Anton Chejov. Nos va bien y seguiremos hasta junio.
�¿Prefiere a los autores clásicos?
�No, depende. Pero con los clásicos siempre hay ventajas, como comprobar que uno se atreve a pulsear con los grandes. Además, siempre nos dejan algo valioso.
�¿Qué opina de los intentos de convertir a los clásicos en espejo de preocupaciones actuales?
�Que a los clásicos no se los puede forzar. En el Rey Lear la poesía salta sola. Que se le ponga a Lear una capa de terciopelo o una chupa de cuero no tiene importancia. La obra nos hace pensar en la guerra y en la relación padre-hijo, porque es así como Shakespeare lo dejó escrito.
�¿Qué le dejó el haber sido director del Odéon de París?
�Esa fue una experiencia muy hermosa, pero ya muy lejana. El público podía ver teatro checo, alemán, inglés, francés, español, latinoamericano... Era una manera de viajar. No había necesidad de ir a festivales, donde las obras son generalmente muy visuales, para que las entiendan todos. Para mí, esto quedó en la noche de los tiempos. Es apenas una foto. Mis amigos me pinchan mucho para que haga cine, pero a mí me da miedo. No quiero que las cosas queden fijadas para siempre. No soy nostálgico. Prefiero la fragilidad del teatro. A veces pienso que al Odéon lo dirigió otro, no yo.
�Pero algo queda, la memoria...
�Sí, pero en un plano individual, pertenece a cada uno, y depende de cómo recibe lo que se le ofrece. Pero no me quejo. Yo elegí este oficio. Ni siquiera me gustan los videos de teatro.
�Sin embargo, estuvo a punto de hacer cine: se había anunciado una versión de La vida es sueño...
�Y otras versiones, que algún día haré para sacarme esa espina, pero el teatro siempre se cruza, y se lo agradezco.
�¿Tiene otros proyectos?
�Sí y no. Esta indefinición se relaciona con la edad. Hasta hace diez años me gustaba abrir la agenda y encontrarla llena. Cubría mi cuota de vanidad. Después eso dejó de causarme gracia. Estoy exagerando quizás, pero después de La tempestad preferiría decidir en cada momento qué hacer. Todo es cada vez más veloz, una espiral, una progresión geométrica, y a mí, ante tanto movimiento y ruido, me dan ganas de detenerme, de hablar bajito.
�Usted dijo alguna vez que la suya era la generación de la resistencia...
�Al teatro le ha tocado resistir. Por eso no creo que las puestas ni los decorados importen demasiado y sí que, en cambio, lo que en este momento se le pide al teatro es también un poco de resistencia y que nos recuerde que el ser humano es complejo y rico. Porque esto no puede hacerlo la televisión, que, nos guste o no, es el espejo de la sociedad actual. Eso lo sabemos todos. El problema no es que sea así ni que existala televisión, que puede llegar a ser estupenda, sino que nos convenzan de que esa cosa plana que muestra somos nosotros.
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