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"Te tratan como si fueras un perro, fue una verdadera cacería humana"

Carlos Hernández fue a quien apalearon y le cortaron la campera. Carlos López apareció en cámaras cuando un policía lo pisaba para retenerlo. Ambos heridos relataron a Página/12 cómo fueron los hechos que casi terminan con sus vidas.


Por Felipe Yapur
t.gif (862 bytes) Carlos Hernández y Carlos López nunca se habían visto en su vida a pesar de pertenecer al mismo gremio, el de los camioneros. Pero la represión del miércoles pasado los juntó, primero bajo los disparos, golpes y pisotones de los borceguíes policiales, y después en una sala de terapia intensiva de uno de los sanatorios del sindicato que lidera Hugo Moyano. Desde sus camas de terapia intensiva fueron reconstruyendo para Página/12 esos duros momentos. Para López, con múltiples golpes internos, lo que se vivió en la plaza del Congreso "fue una cacería humana". En tanto para Hernández, padre de 9 hijos, todo "fue una verdadera pesadilla". Creyó que iba a morir cuando un policía se le acercó y desde dos metros le disparó con su Itaka. Las heridas de los perdigones de goma que se le incrustaron en el estómago están comenzando a cicatrizar. Sin embargo, jura que si los médicos se lo permiten el próximo miércoles estará junto a su familia en la plaza.

  La madrugada del miércoles pintaba larga, fría pero sobre todo tranquila, al menos eso creía Hernández, un activista del sindicato de camioneros con muchas manifestaciones en su haber. Si hasta creyó que cuando comenzaron a movilizarse los policías nada iba a suceder. Es por ello que cuando vio que un grupo de efectivos se acercaban por Callao decidió, junto a un compañero, quedarse parado y dejarlos pasar. Se fueron arrimando hasta una verja. "En eso un policía, que venía disparando itakazos nos vio --recuerda Hernández--. Nosotros nos quisimos meter detrás de un puesto de diarios. El hizo un primer disparo justo cuando resbalaba y por eso creo que me hirió en la pierna." El efectivo se acercó unos pasos más, recargó el arma: "¡Pará! Por favor no disparés", le gritó Hernández antes del segundo disparo. Esta vez los perdigones dieron en el cuerpo del camionero que cayó inmediatamente.

  --¿El policía le decía algo? --preguntó este diario.

  --Negro hijo de puta, repetía. Luego disparó y yo caí. Entonces se me vinieron todos y comenzaron a pegarme patadas, bastonazos y a gritarme: "Negro sucio, hijo de puta. ¿Querés gritar, querés seguir dándole al bombo, querés seguir a Moyano?". Hasta que uno me da un culatazo con una Itaka y me rompe la frente.

  Hernández comenzó entonces a recitar un rosario de quejas, pordioses y perdones. Pero parece que eso enfureció más a los federales. "¿Ahora pedís perdón. Ahora decís que no hiciste nada?", le gritaban los policías. Mientras estaba tirado en el suelo el camionero sintió que le agarraban la campera, de esas verdes que usan en el sindicato. "Yo les pedí que no me la saquen. Uno de ellos me gritó: `No me mirés, negro hijo de puta'. Entonces siento como que rajan algo y creí que me iban a matar..." Y Hernández interrumpe su relato, las lágrimas comienzan a brotar de sus ojos. Para él, el sonido que hizo la navaja del federal cuando desgarró el nylon sonó a muerte. "Disculpame, pero creía que no iba a ver más a mis hijos", dice queriendo justificar las justificadas lágrimas. A su lado está Socorro Arancibia, su esposa y madre de sus hijos. Está seria y cuando su marido calla, agrega: "Ellos estaban reclamando por sus derechos y ni al peor enemigo se le hacen esas cosas".

  En la cama de al lado está Carlos López. Tiene 31 años y un hijo. Está afiliado al gremio pero no milita. Escucha con atención el relato de su compañero. Dice que la experiencia de la madrugada del miércoles le dejó heridas internas en el estómago fruto de las patadas y garrotazos que le propinaron varios policías.

  "Yo tenía un bombo, pero cuando vi que la policía se ponía brava comencé a retirarme. Iba por Entre Ríos cuando se acercaron unos seis vigilantes. Me quedé quieto y fue peor porque me comenzaron a pegar, a dar patadas.

  "¿Así que vos sos basurero, y no te la bancás?", le gritaban a López mientras descargaban sobre su humanidad una lluvia de patadas y bastonazos. "Yo les decía que no había hecho nada --recuerda López--, que tenía un hijo, que no me pegaran. Ellos se enfurecían más y me gritaban: `¿Que no hiciste nada? ¿Querés que te dejemos tranquilo, basurero hijo de puta? ¡Te vamos a matar!'." López creyó que la amenaza era seria, y no era para menos. Cerró su boca y se propuso aguantar las patadas. Tenía terror de que le dispararan. Lo último que sintió fue un terrible golpe en la frente que lo dejó inconsciente. Unos federales lo levantaron y lo dejaron en un colectivo. Lo despertaron los intensos dolores del estómago. Allí se dio cuenta de que estaba en un calabozo. "Cuando pude hablar les pedía a los otros muchachos que estaban conmigo que pidieran un médico. Ellos comenzaron a pedir a los gritos una ambulancia pero no les hicieron caso." Tras dos interminables horas, López fue sacado de la celda. Lo llevaron a una oficina y allí lo tuvieron sentado: "Me caía del dolor y los policías se reían. No me creían hasta que por fin llamaron a la ambulancia y me llevaron al hospital Ramos Mejía".

  Ahora los dos están recuperándose. Hasta el humor les cambió, si hasta se ríen de la citación que les trajo un policía para que se presentaran a declarar el jueves pasado en el juzgado de Gabriel Cavallo. "Yo en realidad quiero ir a la plaza el próximo miércoles. Si puedo voy a estar con toda mi familia", dice Hernández mientras su esposa asiente con su cabeza. López no piensa igual: "Ya no se puede ir a protestar por algo justo porque te pueden matar. Además, te tratan como si fueras un perro; cuando el milico estaba parado encima mío pensé que él creía que yo era un animal. La verdad que fue una verdadera cacería humana".

 

 

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