opinion
Por Mario Wainfeld
Se apellida igual que el sutil número diez de Boca. Pero a diferencia del joven Román, el policía Héctor Riquelme no tuvo su cuarto de hora mediático por obra y gracia de su sutileza. Entró en la historia vía las cámaras de Crónica TV, sacando una navaja de su uniforme y haciendo brutal uso de ella contra un manifestante. Un connotado hincha de Boca, el presidente Fernando de la Rúa, lo miraba en vivo por TV. No era el único miembro de una platea VIP. El ministro del Interior Federico Storani también lo observaba, sorprendido. Y en la sala de situación de la Policía, lo hacía Enrique Mathov. Fue el momento culminante de una semana negra del Gobierno, que �puesto a votar en la ONU y a controlar el conflicto social en las calles porteñas� se pareció como nunca antes al que lo precedió.
La votación en la comisión de derechos humanos fue un operativo comando decidido con secreto y sigilo. El presidente y el canciller Adalberto Rodríguez Giavarini a solas acordaron desandar la tradición del gobierno alfonsinista (que, dato no menor, es la del radicalismo) y votar en línea con los Estados Unidos. Los otros miembros del gabinete recién se enteraron del giro hacia las relaciones carnales en su tradicional reunión de los martes. Ocurrió entonces algo inusual en tales cónclaves: una discusión política que tuvo como vértice al canciller y en el otro rincón a varios funcionarios. Rompió el fuego el ministro de Justicia Ricardo Gil Lavedra, lo siguió Storani, luego se sumaron el jefe de Gabinete Rodolfo Terragno y el ministro de Infraestructura Nicolás Gallo. La frepasista ministra de Desarrollo Social Graciela Fernández Meijide los apoyó. Giavarini hizo lo que pudo, no mucho, para explicar un viraje tan sorprendente como clandestino. Gil Lavedra, Storani y Terragno le tiraron con la tradición partidaria, la necesidad de diferenciarse del menemismo, la de cerrar filas junto a Brasil, que se abstuvo. El canciller, acorralado, llegó a explicar el voto como �una cuestión de conciencia�. Gallo, pragmático y burlón, le preguntó si se haría algo similar con China. El canciller, abrumado, acudió a su principal sostén: tenía el aval presidencial. Puesto en una situación que no quería, De la Rúa eligió tres motivos para mejorar lo obvio: a) el voto fue matizado con una crítica al eterno embargo norteamericano, b) fue resuelto en consonancia con los países de la Internacional Socialista y c) también con Chile. La voz presidencial no terminó de complacer a los ministros críticos, que dejaron constancia de que no es �la Internacional Socialista� sino Europa, fuera cual fuere el color de sus gobiernos, la que vota así, que Chile no es un país ideal para asociarse en materia de derechos humanos y que la oposición al embargo no se añadió como enmienda a la resolución de la ONU, lo que la reduce al rango de una declaración periodística. La polémica discurrió en el tono calmado que impone De la Rúa a sus charlas. El canciller saldó la discusión apelando a la realpolitik: �Esto ya se está votando�. Sus colegas quedaron disconformes y de mal humor.
Nada comparado con la ira que invadió al ex presidente de la Nación y actual de la UCR Raúl Alfonsín cuando se enteró, telefónicamente y por boca de uno de los ministros, de la decisión. �No me consultaron. Yo no pretendo que mi palabra sea vinculante pero sí que me informen�, tronó. Por la noche, compartiendo cena y café con Storani y el diputado Luis Brandoni, se despachó a sus anchas.
Los ministros críticos y Alfonsín no lo dirán a voz en cuello, pero todos saben que la decisión fue tomada por el Presidente, cuyo primer objetivo gubernamental sigue siendo ganar reputación ante Estados Unidos y los organismos internacionales, siguiendo a pies juntillas sus políticas. El ex canciller Guido Di Tella llamaba a eso �relaciones carnales�. Rodríguez Giavarini �que en términos estratégicos y hasta tácticos piensa como su antecesor pero se diferencia en que no tiene sentido del humor ni fue educado en ambientes humanistas sino en liceos militares� lo expresade modo menos chocante. Igualmente, su primera medida política importante es una sobreactuación de dependencia exterior. Cuando Joerg Haider ganó las elecciones en Austria, la Cancillería emitió un chirle comunicado reivindicando el principio de no intervención. El recuerdo promedia un doble standard peligroso (blandura record frente al neonazismo en un país europeo, dureza impar contra un país latinoamericano) y una continuidad absoluta con el menemismo. Rodríguez Giavarini también alertó contra un alineamiento automático con Brasil, un riesgo muy virtual contra el que el menemismo también vivió vacunándose.
La letra con sangre entra
La salvaje represión en Plaza Congreso es la frutilla de un postre indigesto: una reforma laboral también urdida en pos de ganar reputación internacional. El Gobierno sostiene que esta prolongación de la frondosa producción legislativa menemista mejorará los índices de ocupación. A esta altura, pocos miembros prominentes del oficialismo lo creen y �según un sondeo que circuló hace un par de semanas en la Rosada� cerca del 40 por ciento de la población sospecha lo contrario. Por ella ha pagado infinidad de costos simbólicos. Pero lo del miércoles rebasó toda medida.
Para disuadir o controlar a medio millar de manifestantes la policía apeló a palos, balas y hasta la célebre navaja. El secretario general de judiciales Julio Piumato recibió un balazo que de milagro no le interesó un testículo o alguna víscera. Hubo militantes apaleados y pateados en el piso. La enérgica reacción de Storani �pasar a disponibilidad a doce policías� fue correcta pero tardía.
El Gobierno, a la hora de deslindar responsabilidades, jugó al gran bonete. Pretendió derivarlas a una fiscal contravencional o a una interna policial contra el comisario Rubén Santos. Lo real, como ya se dijo, es que Mathov estaba cerca del teatro de operaciones y que una barbarie policial en las puertas del Congreso es una responsabilidad política indelegable. Storani debió cargar con el peso público de asumirla, ya que Mathov optó por lo que sus allegados llamaron �perfil bajo� y una mirada menos autocompasiva �o más certera� podría denominar borrarse. El era, al fin, el responsable político del operativo y quien lleva la relación con la Federal. Algún asesor cercano a Storani hasta le cuestiona no haber estado en Congreso. El ministro del Interior no se sumó públicamente a esa crítica pero sí buscó �sin éxito� que Mathov diera la cara junto a él. En un reportaje publicado ayer en Página/12, Storani declaró que su segundo era �quien seguía todo de cerca�. En la intimidad, fuentes cercanas al ministro reprochan al secretario haber perdido el control de la situación y haber asumido luego �una actitud individualista� ocultándose de los medios para salvar su ropa, que no la del Gobierno.
Mathov y Storani son una pareja despareja que unió De la Rúa. La designación de Fredi fue un tributo del Presidente al radicalismo en general, al bonaerense en especial. La de Mathov premió a una figura que -como Rodríguez Giavarini� es del propio palo de De la Rúa. Ambos funcionarios son radicales e hijos de radicales, pero ahí empiezan a terminar sus semejanzas. Las dos diferencias más conspicuas son que Storani es garantista y aliancista convencido y Mathov no. Por añadidura, sus relaciones tienen la tirantez natural entre un número uno que sabe que no está en el corazón del Presidente y un número dos que a menudo reporta personalmente a De la Rúa. Un número dos que tal vez esté en la mira del juez Gabriel Cavallo, que no ha soltado prenda acerca de su investigación sobre el operativo pero que parece estar dispuesto a escalar responsabilidades superiores a las de Riquelme y sus compañeros de armas y de rango.
En Interior no quieren que su interna, que existe desde el vamos y se acrecentó en estas horas, crezca. Storani personalmente llamó a Mathov yle pidió que �unido al comisario Santos� lo
acompañara mañana a dar explicaciones ante la Comisión de Labor Parlamentaria del Senado.
Un saldo amargo
En Cancillería rezongan por la reacción del gobierno cubano, que soportó todo tipo de ultrajes del menemismo y retiró a su embajador horas después del primer desdén de la Alianza.
En Interior explican que Hugo Moyano �está zarpado�, que su opción por la acción directa lo emparenta riesgosamente con la violencia y que había �clima de goma� mucho antes de que la policía empezara a pegar.
En ambos casos tienen parte de razón que no contrapesa ni de lejos la densidad de sus acciones.
Los cubanos reaccionaron de más, pero la afrenta existió.
Pudo haber provocación o violencia latente en la movilización callejera, pero la desmesura de la Federal colmó toda medida. Como poco, la represión escapó de las manos del Gobierno, que ya carga con una gravísima asignatura pendiente: los dos asesinados en Corrientes a fines del año pasado, cuyas muertes no están siendo seriamente investigadas.
También es real que en ambos casos asomó la punta de un iceberg que, desde el Presidente para abajo, todo el Gobierno quiere camuflar: la de internas sobre la relación del oficialismo con poderes fácticos.
Pero ni la incomprensión ajena ni las polémicas internas ni las reacciones posteriores a la barbarie policial (positivas pero insuficientes) diluyen la responsabilidad oficialista por sus decisiones y por sus errores. Lo cierto es que en estos días ni las calles de Congreso ni los foros internacionales mostraron al gobierno de la Alianza como algo muy distinto de la prolongación del menemismo.
|