Tras
los recientes bandazos de Wall Street, el gran tema de discusión es
cuánto daño podría causarle a la economía estadounidense, y por
tanto a las relacionadas con ella, un derrumbe bursátil. En este
debate hay todo menos acuerdo. Como dato, los derrapes sufridos en lo
que va de este año "destruyeron" riqueza (¿ficticia o
real?) por entre dos y tres billones de dólares (unas diez veces el
PBI argentino). En promedio, cada norteamericano poseedor de acciones
(la mitad de la población, por lo menos) perdió unos 12 mil dólares,
cifra que para un argentino medio puede representar un año de
trabajo, si lo tiene.
Aunque
los optimistas ven a la economía estadounidense demasiado sana --por
el pujante aumento de productividad y el superávit fiscal, entre
otras razones-- como para quedar malherida, cual le ocurrió a la
japonesa una década atrás, por el eventual desgarro de la burbuja
bursátil, los agoreros acopian datos inquietantes. Por ejemplo, que
la mitad del crédito tomado por las corporaciones en el último
bienio fue para recomprar sus propias acciones y así apuntalar su
cotización. Entretanto, la trepada accionaria inducía a los
consumidores, vía efecto riqueza, a endeudarse paga gastar cada vez más.
Las ventas minoristas crecieron 10 por ciento en los últimos doce
meses.
A
este frenesí le corresponde un déficit en la cuenta corriente del
balance de pagos que ya llega al 4 por ciento del Producto, y una
deuda neta con el exterior cinco veces mayor: 1,5 billones de dólares.
La misma cifra cuantifica el déficit financiero del sector privado,
que representa la insuficiencia del ahorro para sostener las
inversiones. La experiencia indica que, cuando una economía llega a
este punto, una caída en el valor de los activos la sume
inevitablemente en la recesión. La gente, en lugar de seguir
comprando, debería dedicarse a cancelar deudas.
Más
allá de las fuerzas espontáneas, todas las miradas se concentran en
la Reserva Federal. La pregunta es si Alan Greenspan, después de
haber subido en cinco ocasiones y de a cuarto de punto, desde junio de
1999, la tasa de los fondos federales, la bajaría esta vez para
acudir en rescate de los tenedores de acciones. Por ahora, lo concreto
es que con una tasa de inflación que ya flota en el 3,7 por ciento
anual deberían presagiarse nuevos toques alcistas en el costo del
dinero. Salvo que el propio tambaleo bursátil pinche la inflación.
Todas estas dudas proyectan sobre una economía tan vulnerable
como la argentina un ancho manto de incertidumbre, que seguirá cubriéndonos
con pegajosa insistencia.
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