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Por Cecilia Hopkins Escrita a fines del siglo XIX por el marsellés Edmond Rostand �y ambientada en el siglo XVII�, Cyrano de Bergerac es una historia sentimental que sin rodeos ni intrigas secundarias se propone una encendida defensa de los valores espirituales por sobre los atractivos físicos. El tema de la discriminación de que son objetos los diferentes también se desprende de las desdichas del protagonista, escritas en base a un personaje que realmente existió, el cual debió soportar no pocas burlas a causa de un defecto físico más que prominente: ser dueño de una nariz que �llega un cuarto de hora antes� que él, como escribió el autor. En realidad, sus rasgos irregulares sirvieron para subrayar sus virtudes. Tal como se dice que sucedió en la realidad, el Cyrano de ficción pone su acero del lado del más débil desbaratando él solo a un centenar de contendientes. No es un detalle menor que de su pluma también salgan poemas de amor: la pasión por su prima Roxana consume su existencia y debe renunciar a comunicar sus sentimientos para apoyar a otro pretendiente con más suerte, sin más virtud que sus armoniosas facciones. Así las cosas, Cyrano decide poner la delicadeza de su expresión poética al servicio del poco elocuente mozalbete y guardar su secreto para siempre. O casi. En Buenos Aires, Cyrano vuelve a escena cíclicamente: fue el último personaje que interpretó Ernesto Bianco a fines de los setenta, y en los noventa fue el inspirador de dos versiones destinadas a un público joven, una, dirigida por Claudio Hochman, la otra, por Manuel González Gil y protagonizada por Hugo Arana. La versión que se estrenó en el Teatro Avenida está basada en la adaptación cinematográfica que hicieron JeanClaude Carrière y Jean Paul Rappeneau para lucimiento de Gérard Depardieu. No bien hace su aparición el Cyrano que interpreta Juan Leyrado, pasan desapercibidos los personajes que a su alrededor ensayan comportamientos cortesanos convencionales. Su interpretación burlesca y temperamental diluye cualquier posibilidad de establecer parentescos entre este personaje y los roles que la televisión hizo famosos. Su presencia en escena es decisiva, con sus arrestos histriónicos, su voz enérgica y la mirada desafiante que escudriña la platea, acierto de la dirección de Norma Aleandro. Porque si bien Inés Estévez aporta un trabajo correcto, apenas Leyrado abandona el escenario, queda al descubierto el módico atractivo de la pieza y de las intervenciones del elenco restante. En el rol de Cristian, Iván González sólo convence mientras cuenta con el respaldo que le brinda la presencia del protagonista. La escenografía es sencilla y funcional; la música y el vestuario, previsibles. La iluminación, en cambio, aporta un signo distintivo a una puesta que resulta ingenua al resolver las escenas de batalla: la proyección de las sombras de unos pocos espadachines ilustran el asedio, moviéndose sobre una banda sonora que deja oír gritos, relinchos y cañonazos lejanos.
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