Por Luciano Monteagudo
En el prólogo a su Nueva antología personal (Emecé, 1968), Jorge Luis Borges anotaba que �nadie puede compilar una antología que sea mucho más que un museo de sus �simpatías y diferencias�, pero el Tiempo acaba por editar antologías admirables�. En este sentido, Los libros y la noche, el largometraje de Tristán Bauer dedicado a la figura de Borges, evidencia, en primer lugar, las �simpatías y diferencias� del realizador en relación con la obra del escritor, pero también la suma de textos que el tiempo va convirtiendo en canónicos (aun a pesar de Borges mismo, cuyas preferencias personales solían diferir de aquellas que iba compilando la posteridad).
En este sentido, el film puede ser discutible, como cualquier antología, más aún cuando en 82 minutos se propone evocar no sólo una obra de la magnitud y densidad de la de Borges sino también su vida, o al menos algunos momentos señalados de esa vida. Para ello, Bauer y su coguionista, Carolina Scaglione, eligieron un principio de orden, un eje vertebrador, que es el del relato con estructura biográfica. A partir de esta linealidad que va refiriendo datos esenciales (una linealidad que no condice necesariamente con la noción de circularidad del tiempo que manejaba Borges), el film va sumando ficciones y digresiones que permiten ir tejiendo una trama en la que aparece un personaje creado por el escritor y que no es otro que el propio Borges.
En un permanente diálogo entre el documental y la ficción, el film de Bauer �que inteligentemente prescinde de cualquier otro narrador que no sea Borges mismo� invoca a ese hombre perdido en su laberinto, al que imagina bajo la forma de una biblioteca infinita. Es así como las imágenes de archivo, en las que el escritor detalla algunos aspectos de su vida, conversan con aquellas en las que el actor Walter Santa Ana (en un trabajo admirable) anima al Borges sumido en la recóndita intimidad de su obra. Poemas y textos se van encadenando como la voz interior de Borges, a los que se suman las dramatizaciones de �El Otro� (con Leonardo Sbaraglia como el joven Borges), �El libro de arena� (con Lorenzo Quinteros como el vendedor de Biblias) y �Utopía de un hombre que está cansado� (con Héctor Alterio como el hombre del futuro).
Este último episodio, sin duda el momento más débil de Los libros y la noche, revela, por defecto, el que quizás sea el mayor problema del film: su excesiva solemnidad, su gravedad forzada, acentuada por una música omnipresente y por el uso y abuso de trucos y efectos especiales, con los que Bauer ilustra varios textos y muy particularmente �La biblioteca de Babel�, que funciona un poco como el leitmotiv de la película. Por otra parte, no faltará quien cuestione en Los libros y la noche cierto énfasis que pone el film en hacer de Borges un personaje atravesado por circunstancias históricas (de allí la elección, por ejemplo, de los poemas �In memoriam JFK� y �Juan López y John Ward�, este último sobre imágenes de la guerra de Malvinas), un énfasis que el realizador ya había puesto de manifiesto en Cortázar (1994), sin duda con mayor justificación. A favor de Los libros y la noche, no puede dejar de decirse que se trata de un film honesto, sincero, sensible, que, a pesar de haber sido concebido bajo los efectos de la conmemoración del centenario del nacimiento del escritor, no especula con su figura sino que la valora verdaderamente y la pone a consideración de un público no erudito. A su vez, resulta difícil sustraerse a la belleza de los textos de Borges en la voz de Santa Ana, que nunca pretende mimetizarse físicamente con Borges sino interpretarlo desde el interior, con una autoridad y una compresión de lo que expresa que hacen inimaginable el film sin su presencia, tan austera como poderosa.
TRISTE COMEDIA DE RON shelton
Un dúo a los golpes
Por H. B.
Dos deportistas amigos y rivales, y una mujer en el medio. En películas como La bella y el campeón y White Men Can�t Jump (que aquí salió directo a video), el californiano Ron Shelton supo hacer funcionar esa fórmula, generando abundante tensión sexual y alimentando el fuego con diálogos secos como pelotazos. Ya en Tin Cup, donde Kevin Costner hacía de gran golfista y Renée Russo era la brava de turno, la fórmula quedaba a la vista. En Hasta el último round, lo que queda es ya el mero esqueleto de la fórmula, reducida a su mínima expresión.
En aquellas películas, el hombre había agotado ya el atletismo, el béisbol, el básquet y el golf. Como el fútbol americano lo tenía reservado Oliver Stone para Un domingo cualquiera, no quedaba mucho más que el box. Un Antonio Banderas con el cartel algo caído se pone a la altura de Woody Harrelson (que, para acentuar la sensación de déjà-vu, era uno de los peloteros de White Men Can�t Jump), y el triángulo se completa con Lolita Davidovich en el lugar que antes ocuparon Susan Sarandon, Rosie Pérez y la Russo. Banderas es César Domínguez, un peso medio madrileño al que todos toman por mexicano; Harrelson es su amigo Vince Boudreau, algo más experimentado, y Lolita, la ex novia de uno, que en cuanto empieza la película le comunica al otro que lo abandona (cuál es cuál, no importa demasiado). Luego de una secuencia inicial que es posiblemente lo único que funciona bien en la película, a Domínguez y Boudreau los convoca Joe Domino, empresario supertrucho animado por Tom Sizemore, para que vayan ya mismo a Las Vegas, donde animarán la pelea previa a una de Mike Tyson.
El resto se divide en tres partes: a) el viaje en auto de los amigosrivales y su ex, a través del desierto de Nevada, donde abundan los chistes sexistas y se hace interminable; b) la pelea, que como Hollywood manda debe ser necesariamente épica, gloriosa y chorreante de sangre, aunque todo esto no tenga nada que ver con el tono de la primera parte, y c) un final con derrota para todo el mundo, y vuelta al punto inicial. Sobre el final aparecen, al pepe, un montón de caras famosas, en algún momento se habla de una revancha que hace temer una posible secuela. Y en algún otro momento brilla, en medio de la ruta, Lucy Liu, quien ratifica la superioridad de Oriente en materia de cine.
Polanski vuelve a tentar a
su viejo amigo el diablo
Por Horacio Bernades
En la carrera de Roman Polanski, ha sido frecuente que a una película en la que se compromete a fondo, le suceda otra en la que se contenta con el mero ejercicio de su caligrafía cinematográfica. Después de Cul-de-sac, La danza de los vampiros; tras expurgar los demonios del clan Manson en su versión de Macbeth, la farsa sexual de ¿Qué?; luego de El inquilino, Tess. Era más o menos previsible, entonces, que a la atmósfera asfixiante, a la intensidad y concentración dramática, a las inquietantes ambigüedades morales de La muerte y la doncella, le siguiera una película como La última puerta, ejercicio de estilo donde el realizador de El bebé de Rosemary vuelve �en clave decididamente menor� sobre el tema del satanismo.
Uno de los más notorios trashumantes del cine, tampoco es raro que, para su retorno tras una ausencia de cinco años, Polanski haya recurrido a una coproducción internacional. Basada en El club Dumas, novela del español Arturo Pérez-Reverte (el mismo de Territorio comanche), La última puerta es algo así como un thriller bibliófilo-satánico. Según él mismo se define, Dean Corso (Johnny Depp) es un �detective de libros�, un tipo que se ocupa de rastrear ediciones raras, vendiéndolas carísimo (y estafando, si cuadra) a coleccionistas de incunables. No hay más que ver a Boris Balkan (Frank Langella), cuyo único interés es la bibliografía demoníaca, para intuir que la condición de manipulado y manipulador está a punto de invertirse. Balkan, cuyo apellido mismo parece evocar abominables geografías transilvánicas, posee un libro antiquísimo, cuyo autor sería, según la leyenda, el mismísimo Belcebú.
Se supone que existen sólo otros dos ejemplares de esa especie de Necronomicón, cuya sola lectura podría desatar los demonios del mal sobre la Tierra. La misión de Corso será conseguir esos otros dos volúmenes y dárselos a Balkan. Que no se sabe bien qué pretende hacer con ellos, pero una obra de caridad, seguro que no. El esquema es, como puede verse, el de un policial negro, con Balkan en el papel del millonario con algo para ocultar, Corso como private eye y una mujer fatal llamada Lianna (Lena Olin), que seduce y, si la dejan, mata. Hay también una chica misteriosa, que parece estar siguiendo a Corso. Se trata, claro, de Emanuelle Seigner, pareja de Polanski, cuyo encanto de ángel y demonio el realizador utiliza aquí más literalmente que en Búsqueda frenética.
El problema con La última puerta es que es un thriller chirle, sin intensidad. Un film sobre satanismo en el que jamás llega a sentirse la presencia amenazante del Príncipe de las Tinieblas. La novela original era un objeto calculado, al que la autorreferencialidad vinculada con el tema de los libros le daba un segundo plano de lectura. Al suprimir todo ese costado de la novela, Polanski parece haberse quedado sólo con la cáscara, conformándose con un apagado medio tono, que un hierático Johnny Depp, con anteojos y barbita de mosquetero parece representar a la perfección. La vena grotesca quees característica en Polanski aparece, pero tímidamente. Hay, como no podía ser de otro modo, alguna escena magníficamente construida (una misteriosa subjetiva sobre Corso) y algún momento visual sumamente sugerente, como esas ruinas del final, recortadas sobre la maligna luz del amanecer. Pero el conjunto parece hecho apenas para que Polanski ponga la firma, recordándole al mundo del cine que todavía existe. Aunque se lo note cansado.
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