Por Hilda Cabrera
Los jóvenes Roberto y Luis aguardan, en la casa de este último, a dos chicas citadas por teléfono. Se los ve impacientes, nerviosos; demasiado asustado a uno y exageradamente seguro al otro. La intención es mostrarlos como figuras opuestas en el marco de una situación que �se supone� en algún momento sufrirá un vuelco. Subsiste en esta obra, escrita en 1961 y estrenada al año siguiente en el desaparecido Teatro La Máscara, un desasosiego de connotación existencial, un estado de perplejidad ante todo aquello que se conecta con los afectos y con lo que éstos tienen de domesticación. Esta particularidad convierte a Soledad para cuatro en una pieza atemporal: los diálogos, alejados de los códigos y la terminología de los jóvenes de hoy, escapan del corsé de su época, poniendo el acento en las turbulencias del carácter y de los sentimientos. Se trata de una obra modesta, no atada a las convenciones propias de las historias de amor y que acierta a profundizar en situaciones aparentemente menores, cualidad ésta que el director Manuel Iedvabni destaca a través de una fuerte marcación de los tonos ambientales y de las peculiaridades de cada personaje.
El entorno es, a veces, tan inevitable como la soledad. Quizá por eso, la obra blande también su filo contra la familia, que, en lugar de contener, destruye. Luis (Gonzalo Jordán) alardea; aparenta ser un tipo cínico, pero se descubre un tanto mortificado en sus profundidades. Su antítesis es el acomplejado Roberto (Marcelo Cosentino), asustado ante un posible fracaso. El encuentro tampoco es fácil para las chicas, aun cuando la vivaz Norma (Magela Zanotta) sea capaz de neutralizar con gracia cualquier mal momento. El carácter abismal de la soledad está puesto en Inés (Ana Yovino), un bicho raro en esa cita. Esta desolada compañera de trabajo de Norma apenas si lucha por salir de un anterior descalabro amoroso. Le cuesta integrarse. Su tipo es el de los programados para los romances imposibles y desesperados.
El contrapunto de personalidades, incluidas la de Mabel (la madre que compone la versátil Ana María Cores) y la de su partenaire Antonio (Rolo Bloomfield), es aprovechado por el director para quebrar la progresión del relato, dibujar la realidad circundante, desdramatizar algunas desdichas y mostrar de modo caricaturesco una bien proporcionada gradación sentimental que abre espacios al humor. Tratados desde sus posibilidades emocionales, los personajes van elaborando, entre alguna que otra nota discordante, un escéptico discurso sobre las relaciones humanas, básicamente sobre la necesidad de amar y ser amado, y sobre las presiones familiares que condicionan la conducta de los más jóvenes. Son también los personajes los que con sus características recortan la trama, provocan saltos repentinos en la historia o irrumpen extrayendo cualquier exceso melodramático del contexto (como es el caso de las escenas de radioteatro). Y todo esto sin que nada resulte forzado en esta puesta, cuidada en todos sus rubros, tanto en la geométrica escenografía como en el juego de luces, el movimiento escénico y la partitura musical.
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