En nombre de
la libertad
Por Susana Viau |
Era un horario estrafalario para el arribo de un avión. A las cuatro de la mañana nos subieron a una Combi por la que atisbamos las tenues luces de ese 1º de abril de 1978 en Madrid. Fue un viaje directo de Barajas al Servicio de Refugiados y Veladoras Nocturnas, una dependencia de Cruz Roja, el mismo organismo que nos había provisto del salvoconducto �un laissez-passer� con el que hicimos los trámites migratorios. El refugio estaba en el primer piso de un viejísimo y sórdido edificio de la Plaza de Tirso de Molina. Eramos el primer contingente de refugiados políticos aceptados oficialmente por España, que aún no tenía status de signataria de la Convención. Un pequeño grupo de argentinos compuesto por nueve adultos y dos niños.
Nerys, la directora, nos hizo esa misma madrugada un prolijo interrogatorio que sirvió, entre otras cosas, para ponernos al tanto de que ella estaba ubicada exactamente al otro lado de la barrera ideológica: era cubana, jugadora de baloncesto y anticastrista. Nos advirtió que todos los que allí estaban y pasaban a ser nuestros compañeros de estadía eran más parecidos a ella que nosotros: cubanos y checos huidos del comunismo. Nos dijo también que dadas las reducidas dimensiones del refugio comeríamos en dos turnos, la cocina y la limpieza eran parte de nuestras tareas y la vida empezaba temprano en esa dependencia: a las siete de la mañana todos arriba. Las mujeres dormían en una sala y los hombres en otra. Dos veces a la semana ella personalmente hacía las compras y los refugiados rotaban en la tarea de cargar las bolsas y seguirla perrunamente por el mercado.
No era un sitio agradable y nos costó descubrir para qué servía ese palo con flecos que llamaban �la fregona�. Con el correr de los días comprendimos hasta qué punto era útil �la fregona� y también que nuestra presencia no les causaba ninguna gracia a los combatientes de la libertad; una mujer con sus dos hijos cuarentones que holgazaneaban durante el día frente a la tele y de noche salían de putas y a la timba; dos viejos que esperaba visa a Miami, donde estaban sus hijos, pero extrañaban La Habana y los cuidados que les prodigaban los CDR. �Acá �se lamentaban� tuvimos problemas cardíacos y nos dieron turno para tres meses. Allá nos hubieran internado y los remedios nos los traían los del Comité.� Entre ese zoológico también teníamos un camionero checo, joven y alcohólico, que no entendía o se hacía el que no entendía, una palabra de castellano.
Además de sórdida, la rutina del lugar era aburrida. Una sola cosa conmocionaba al contingente anticomunista: las visitas de las directivas de Cruz Roja. Para nosotros, la experiencia fue deslumbrante. Un buen día nos despertamos al grito de �¡Viene la marquesa! ¡Viene la marquesa!�. A los cubanos y al checo los ganó de repente una enloquecida actividad. A las seis de la tarde se escuchó un taconeo. Por el pasillo vimos entrar a una cuarentona de pelo corto, botas y tapado de piel de camello que hacía chasquear los guantes sobre la palma de la mano: era la marquesa, idéntica a Aurora Bautista; la típica, seca, matrona del franquismo. La marquesa nos reunió en el comedor, quería conocer a los nuevos, es decir, al puñado de argentinos y al checo. La réplica de Aurora Bautista no tenía un pelo de tonta y sudaba clasismo. �Por lo que he visto �examinó�, vosotros sois todos profesionales.� Era más o menos cierto: había en el grupo un abogado, dos médicos, dos arquitectos, una periodista. Después, pasó a hacer una descripción descarnada de la situación. Y sacó una conclusión tan realista como repugnante por su elitismo: �El que está fregado es este pobre diablo �comentó mirando al checo�. Estos vienen buscando las bondades de Occidente. Pero como no les gusta trabajar y facilidades no hay, terminan haciéndose chulos de alguna vieja�. El checo sonreía sin comprender una jota de la insultante definición de la marquesa.
Un mediodía, sin advertencias previas, Nerys, la directora del refugio, sorprendió a todos con una requisa. Abrió cajones, metió las manos en la profundidad de los roperos. Nosotros mirábamos, como al margen. Habíamos sido los últimos en llegar y lo poco que teníamos estaba aún en las valijas. Lo cierto es que de los roperos y los cajones comenzaron a caer manzanas, naranjas, frascos de dulce. Nerys convocó a una reunión urgente. Advirtió, indignada, que no iba a permitir que nadie guardara para sí lo que era de todos. Luego, habló a solas con nosotros. Conocía el percal de sus compatriotas exiliados, pero se la notaba dolida por lo que estaba forzada a reconocer. Una de las viejas le había contado que los cubanos y el checo escondían la comida y nos dejaban los restos. �Esto no es para ustedes�, nos dijo. Y contó que unos compatriotas y amigos suyos se iban a Miami y quedaba libre un departamento muy barato. Por supuesto, en tropel volamos a alquilarlo. �A éste lo echaron de Cuba por sucio�, protestó una del grupo mientras le daba con alma y vida a la cocina grasienta y los demás juntábamos la roña acumulada en esos 70 metros cuadrados. Al antiguo inquilino no lo habían echado por sucio, pero la que entonces era una muchacha no estaba muy lejos de la verdad: lo habían descubierto bancando juego clandestino con la quiniela de Venezuela.
Dos años más tarde llegaron los �marielitos�. En su despiste, el triunfo inminente de Felipe González los llenaba de pavor. Uno de ellos vendía tabaco cerca de los Nuevos Ministerios con la botella de vino como compañía permanente. �Tú no sabes lo que se viene, chica�, me dijo una vez. �No va a ser peor que Calvo Sotelo�, le contesté. �Eso es lo que tú te crees. Yo los conozco bien. Llegan los socialistas y empiezan: �Tú, a trabajar; tú, a trabajar y tú también, a trabajar�.� Los más duros se asociaron rápidamente a los grupos de choque del ultraderechista Blas Piñar. Otros, lúmpenes de poca monta, sobrevivían en Madrid con los ojos puestos en Miami. Eran una fauna pintoresca, desagradable y aprovechadora que en alguna ocasión caía víctima de su propia hipocresía. Como aquel que, en short y zapatillas, y con algunos cardenales en la cara, hacía cola detrás mío en la Comisaría General de Documentación y le confió a su amigo la causa de los moretones. Había ido el 20 de noviembre a la Plaza de Oriente. Como siempre en los aniversarios de la muerte de El Caudillo, se autoconvocaba la flor y nata del facherío. Llegado el momento del �Cara al Sol�, los camisas pardas levantaron los brazos. Como un acto reflejo, él hizo lo mismo pero con el puño cerrado. �Mira, chico: me mataron. Me mataron�, gemía mostrando la cara tumefacta.
Historias menores, de pillos, rufianes y vividores que suelen reaparecer en las charlas de quienes estuvimos alojados en ese piso de Tirso de Molina cada vez que alguien �como el gobierno argentino semanas atrás� resuelve alzar la mano para condenar a la Revolución Cubana en nombre de la libertad.
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