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Adiós
(y disculpas)
al Gordo Lázara
Por Martín Granovsky |
Su estado de ánimo, siempre marcado por la política, se podía medir por la forma en que atendía el teléfono.
�¿Qué dice la izquierda revolucionaria? �preguntaba un día.
Y otro día cambiaba de saludo:
�¿Cómo está la derecha liberal?
En la última semana, sin embargo, Simón Lázara sonaba preocupado. El Gordo andaba mal de salud �dormía poco, le faltaba el aire�, y se desvivía por comprender qué estaba pasando con la política militar del Gobierno.
�Acá hay algo que no funciona, algo que no me gusta, y quiero entenderlo bien �comentó el jueves a la noche en una de las conversaciones que manteníamos diariamente para cambiar información y puntos de vista. Al rato mandó una columna de opinión, que el diario publicó ayer. Más que una confesión de ignorancia, parecía un modelo de análisis. Seco, realista. Multifacético.
�¿Por qué en Córdoba y no en otro lado?�, se preguntaba al buscar claves de la crisis. �La respuesta, como siempre, no es única. Pero permite unir los elementos dispersos: por un lado, que es evidente que el actual ministro de Defensa tiene una especial preocupación por los militares retirados, no está demasiado de acuerdo con los juicios por la verdad y dio algunos pasos que, en términos de afirmación democrática dentro de las Fuerzas Armadas, no son los mejores. Sobre esa grieta reapareció y se montó la tradicional resistencia militar a someterse a la Justicia y a esclarecer la cuestión de las violaciones a los derechos humanos. Y, finalmente, ambas situaciones fueron rápidamente aprovechadas por el viejo dinosaurio, el general Luciano Benjamín Menéndez, no solo para polarizar la crisis y aumentarla sino también para utilizarla como escudo de protección personal.�
Agregaba Simón que el desafío del Gobierno es �poner en caja esta situación, dejar que la Justicia prosiga su marcha sin interferencias e impedir que los viejos dinosaurios influyan sobre la política militar�. Y cerraba así: �La cuestión de los derechos humanos ya no es tan solo el tema del contenido ético de la democracia, sino también el modo moral de consolidar el Estado de Derecho�.
Con dificultades físicas para moverse de su departamento, al Gordo le bastaban el teléfono, que atendía siempre después del mensaje grabado por su nieta (�Olas que vienen/ olas que van/ Hola, señor/ ¿Cómo le va?), el celular, y últimamente el e mail, para desplegar su enorme pasión por la política.
Socialista toda su vida, dirigente secundario en el �58 con la laica y la libre, vicepresidente de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, brillante diputado, afiliado radical desde hace 10 años, alfonsiniano más que alfonsinista, Lázara tenía la dosis necesaria de comprensión humana de los políticos y la política como para no ser un fundamentalista, y el nivel óptimo de capacidad de relacionarse con los demás para no ser ni un resentido ni un cínico. Podía discutir horas a favor del Pacto de Olivos, pero también quitarlo del centro de su agenda si percibía que ya los temas eran otros y que cualquier fijación impediría la construcción política.
En su caso, además, las construcciones tenían que ver con los derechos humanos y siempre buscaban un objetivo práctico, para hacer realizable lo que a primera vista parecía quimérico. El Gordo amaba la rosca política, la negociación, el chisme, la movida secreta, la información de primera mano, la posibilidad de hablar en un solo día con un camarista, un general, dos ministros y cuatro diputados, las comidas con políticos y periodistas, pero a excepción de estas últimas no endiosaba ninguno deesos instrumentos. Prefería usarlos para tender puentes, ampliar el arco de alianzas y lograr cosas concretas.
En los últimos meses Simón participó en el gran movimiento de opinión que precipitó el relevo del general Rodolfo Cabanillas, el ex subjefe del campo de concentración donde estuvieron secuestrados el hijo y la nuera de Juan Gelman; en las discusiones sobre garantismo y mano dura; en el acercamiento de peronistas y aliancistas en temas de derechos humanos como el rechazo del pliego de Antonio Bussi en Diputados; y en la presión para que el Senado no aprobara el ascenso de un grupo de represores. Se convirtió en el referente argentino de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA y se lo veía muy satisfecho por el contrapunto cada vez más positivo entre la Acusación Popular que impulsa los juicios de Baltasar Garzón y la pesquisa de Adolfo Bagnasco sobre el robo de chicos. Pero lo fastidiaba el rumbo del Gobierno en temas de derechos humanos (�¿Por qué estos tipos inventan un problema donde no había un problema?�, se preguntaba) y le molestaba todavía más su propia impotencia.
�Siento que uno está a la defensiva, y está bien, pero me vuelve loco que la política consista solamente en impedir que las cosas empeoren -comentó el jueves a la noche.
Ayer a la mañana, unas horas después de esa definición del Gordo, prendí el televisor para ver las imágenes de Menéndez preso y apareció el cartel: �Murió el ex diputado Simón Lázara�. Nunca maldije tanto la información en tiempo real, que a Simón, acaso, un maestro de la relación con los medios desde cuando la palabra �mediático� ni existía, no le hubiera disgustado.
Después, por primera vez en muchos años, no hubo llamados para cambiar figuritas ni para imaginar cosas nuevas. Y, claro, tampoco hubo almuerzo con el Gordo, esas comidas donde uno no sabía qué admirar primero: si la candidez para descubrir una manchita de tuco en la camisa, casi siempre cerca del bordado con las letras S.A.L., la calidad para taparla con la corbata, la tenacidad para afrontar cualquier discusión sobre el peso, la velocidad para hilvanar un análisis brillante, su encanto para narrar un congreso de la Internacional Socialista o la generosidad del tipo que entendía los derechos humanos como la llave de una buena democracia.
Simón, que era cualquier cosa menos un melanco, tendrá que disculpar la melancolía. Pero resulta que desde ayer la izquierda revolucionaria (o la derecha liberal, quién sabe) está triste.
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