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Por Horacio Bernades Puede sonar raro tratándose de un cineasta identificado como pocos con un género considerado �bajo�, como lo es el terror. Pero lo cierto es que son escasos los realizadores contemporáneos tan consustanciados como Dario Argento con una forma artística paradigmática de la �alta cultura�, como es la ópera. Desde sus primeras películas, hace ya más de treinta años (ver recuadro), siempre quedó claro que este romano le debía tanto a Verdi como a Poe, Roger Corman o su coterráneo Mario Bava, inventor del �terror a la italiana�. En Argento, la profusión sanguínea y el shock catártico se dan siempre en medio de un cuadro excesivo y recargado. Allí, placer visual y lujo escenográfico reinan, soberanos. Como si las formas más sádicas y brutales del crimen fueran para el creador de Suspiria �hijo gore de Thomas de Quincey� una de las bellas artes. Era inevitable que, tarde o temprano, Argento filmara una versión de El fantasma de la ópera, el clásico de Gaston Leroux que transcurre en París a fines del siglo XIX y que lleva la vinculación entre terror y bel canto al plano de lo literal. Lo hizo en 1998, con su bellísima hija Asia en el protagónico y Julian Sands como el �fantasma�, en el marco de una coproducción hablada en inglés, que por estos días el sello Transeuropa lanza en Argentina, directo a video. El realizador de El pájaro de las plumas de cristal contó con la colaboración de Gerard Brach, quien supo escribir para Polanski los guiones de Repulsión, El inquilino y Tess, entre otras. En la fotografía, el inglés Ronnie Taylor (que iluminó Gandhi, entre otras) e Il maestro Ennio Morricone en la batuta aseguran la excelsitud de la que a Argento le gusta rodearse. Vale aclarar que el realizador ya había filmado, a fines de los �80, una versión no acreditada de la misma novela, que en Argentina se conoció con el título de Terror en la ópera. Curiosamente, el romano se toma aquí ciertas libertades que allá no se había permitido. Tal como lo reinventan el realizador y su coguionista, el �fantasma� tiene algo de Moisés, otro poco de Rómulo y Remo y bastante de niño-rata. Ocurre que de niño es abandonado por sus padres, que lo echan a la deriva en su cunita, pero no en aguas del Nilo sino en un canal subterráneo, poblado de roedores. Que lo acogerán y, vaya a saber cómo (Argento nunca se preocupó mucho por la coherencia de sus guiones), lo criarán. El rostro de una mamá-rata, gigantesco en primer plano, y la manito del niño apoyándose sobre su hocico, ambos visiblemente trucados, tienen, en su atrevido jugueteo con el ridículo, el exceso y el lirismo (todo junto) la marca típica de su autor. Que es también la que el film portará a lo largo de su recorrido. Desde ya, quien se impresione con aquellos peludos roedores no debería ver El fantasma de la ópera. Donde hay más (y más activos) que en cualquier basural porteño. Dada su crianza, el �fantasma� tendrá �una doble naturaleza�, como se ocupa de explicitar mucho más tarde, en uno de esos diálogos que tampoco fueron nunca el fuerte de su autor. Donde sí destaca Argento es en esa imaginería propensa al desmelenamiento barroco, encantada aquí por escenarios teatrales y de los otros. Sobre todo las cavernas (y esa mansión en medio de ellas) donde el fantasma romántico arrastrará a su amada, luego de haber seccionado, alegremente y a dentellada limpia, a rivales y enemigos.
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