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Por Cecilia Hopkins �El teatro reside en la exageración extrema de los sentimientos, exageración que disloca la chata realidad cotidiana�, afirmaba Ionesco, uno de los principales dramaturgos del llamado teatro del absurdo, corriente inaugurada poco después de la Segunda Guerra. Víctimas del deber, obra mucho menos frecuentada en nuestro medio que otras del autor rumano (como Las sillas o La lección), descubre un juego de poder y sumisión característico en su producción, que involucra a personajes de espíritu humorístico y extravagante. Si es cierto que �toda obra teatral es una pesquisa�, Víctimas... no podía dejar de presentar una investigación. Así, dos inspectores entran en el domicilio de un hombre preguntando por uno de sus vecinos, hostigándolo para que haga memoria con la complicidad de la esposa. Desde la dirección, Ricardo Miguelez optó por multiplicar los personajes (por dos en el caso del marido, por seis en el de la esposa) construyendo con los actores un juego de simetrías en el que todos se mueven al unísono y dialogan, incluso, en forma coral. La propuesta es interesante, si bien por momentos desconcentra a un espectador que necesita estar atento. Porque a esta resolución de puesta se suma la dificultad que representa el cambio de identidad de los personajes, recurso característico del absurdo teatral. Con cada conversión cambia también la función que cada uno desempeña en cada circunstancia. Este contexto que escapa a la lógica habitual se refuerza desde el diseño de vestuario y utilería de Verónica Llobet. Siempre a favor de su conveniencia, los personajes siniestros guían al protagonista en su forzado viaje por los recovecos de su vida psíquica. El espectador no debe realizar demasiado esfuerzo para conectar lo que sucede en escena con el tema de la obediencia debida y otras implicancias del autoritarismo. Una vez que los personajes que representan el orden toman la escena, la dureza y la indiferencia se instalan como valores supremos frente a todo aquello que se encuentra ligado a los sentimientos. Pero como de Ionesco se trata, también existe en la obra una crítica al matrimonio burgués y otros convencionalismos. A la par corre un discurso estético del que se vale el autor para explayarse sobre el teatro que él defiende, mientras lanza invectivas en contra del teatro psicologista, al que condena por permanecer ajeno al espíritu de esta época plena de contradicciones.
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