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Por Miguel Bonasso En la Argentina es muy difícil decretarle la muerte política a individuos y organizaciones, porque es un país pródigo en resurrecciones, pero aun con esa salvedad cuesta imaginar un futuro presidencial para Domingo Felipe Cavallo a partir de los resultados de la elección porteña. En el 2003, al menos, no va a poder competir por la Rosada, como pensaba cuando se presentó como candidato a jefe de Gobierno de la Ciudad. Cavallo sólo podía aspirar a la Presidencia si ganaba en la Capital y sólo podía ganar mediante un acuerdo con sectores procedentes del justicialismo, como el ex ministro del Interior de Carlos Menem, Gustavo Beliz, y ciertos dirigentes que le prestó su aliado histórico, Eduardo Duhalde, como Jorge Argüello y Alberto Iribarne. Su derrota, por tanto, es también una nueva derrota del duhaldismo en la Capital y junto con la fragmentación del PJ metropolitano marca la crisis profunda en que se debate el peronismo tras el vaciamiento ideológico que sufrió en el decenio menemista. De lo cual es una elocuente manifestación el porcentaje logrado por Raúl Granillo Ocampo, que no llega al 2 por ciento. Esta crisis se debe, precisamente, a la acción de tecnócratas neoliberales como Cavallo y los numerosos intermediarios que llegaron al gobierno de Menem desde las tiendas de Alvaro Alsogaray. Domingo Cavallo ingresó a la política de la mano de los militares y, por suerte, se le nota. Fue funcionario de la dictadura de Onganía y después, subsecretario de Interior y presidente del Banco Central en dos etapas del Proceso. Pero sería el justicialismo de la Renovación, en la persona de su coterráneo, el ex Guardia de Hierro José Manuel de la Sota, el que le daría la oportunidad de lavar su pasado dictatorial y ser elegido por los votantes peronistas. Dicen que el actual gobernador de Córdoba y posible presidenciable por el PJ no lo hizo por altruismo: quería ganarse a los empresarios que apoyaban al Mingo desde la Fundación Mediterránea y recibir, de paso, una suntuosa donación que algunos memoriosos estiman en 500 mil dólares de los de 1987. De la Sota perdió en Córdoba, pero Cavallo entró a la Cámara por la minoría, de la mano de un justicialismo tan generoso que no lo obligó a cantar la Marchita y le permitió navegar con pabellón de independiente. Dos años más tarde, con la victoria de Menem, el mediterráneo formado en Harvard entró al gabinete como canciller y preludió la política de relaciones carnales con Washington que su aliado y sucesor Guido Di Tella (otro antiperonista que Antonio Cafiero incorporó al PJ) elevaría a la categoría de bondage. Por consejo de Cavallo, el gobierno de Menem perpetró el cómico envío de dos vetustos navíos a la Guerra del Golfo. El breve paso por la Cancillería le permitió establecer lazos con algunos personajes del establishment norteamericano, que reforzó notablemente cuando alcanzó el anhelado Ministerio de Economía. Allí, su estrategia de la convertibilidad logró frenar la hiperinflación, otorgándole una credencial que sigue explotando. Tuvieron que pasar varios años �después de la reelección de Menem en 1995� para que la sociedad advirtiera los costos ocultos de la medicina: desocupación de dos dígitos, evaporación del patrimonio estatal, aumento exponencial de la deuda que las privatizaciones pretendidamente iban a reducir, destrucción del aparato productivo, retorno a la ley laboral de la selva que imperaba en el país antes de que el primer peronismo fundara el estado de bienestar. Arropándose en la derrota de la �híper� y convirtiendo su rivalidad de intereses con Alfredo Yabrán en una pretendida cruzada contra la corrupción, Mingo pudo disimular esos costos sociales. Y no poca gente (incluso progre) llegó a perdonarle su estrecho vínculo con el presidente del Banco Nación, Aldo Dadone, vinculado a la gigantesca coima de IBM. Empresa que, por cierto, cometió numerosas irregularidades aduaneras e impositivas cuando Cavallo era ministro de Economía. Casi nadie advirtió, entonces, que uno de sus principales aliados en el combate contra �las mafias enquistadas en el gobierno� era José Luis �Chupete� Manzano, el ex ministro del Interior que debió dejar el cargo acusado de �robar para la corona�. Después, Cavallo, copió lo que hicieron en el pasado otros ministros de hacienda con vocación política: fundó su propio partido (Acción por la República) para alcanzar una presencia y negociar con los más poderosos desde un porcentaje minoritario de votos que bastara para habilitarlo en la conversación con las fuerzas protagónicas. El clásico juego de la tercera fuerza. Le fue bien: en las últimas presidenciales sacó casi un once por ciento y en la provincia de Buenos Aires se alió con Carlos Ruckauf, sellando el destino de Graciela Fernández Meijide. (Sin importarle, por cierto, que el estratega de la campaña justicialista fuera Esteban �Cacho� Caselli, a quien había denunciado como hombre de Yabrán en el presunto tráfico de drogas y armas). Ya entonces pensaba en las elecciones de la Capital Federal, a las que veía como imprescindible escalón para las presidenciales del 2003. Aprovechándose de la reconocida amnesia argentina, Cavallo se presentó ante una sociedad lacerada por la miseria y el desempleo que él mismo había provocado, como el hombre talentoso, ejecutivo y humano que iba a proporcionar trabajo a los desocupados y una pensión digna a los jubilados. Como si el capitán del bombardero Enola Gay se hubiera presentado como candidato a la alcaldía de Hiroshima. Para llegar incorporó justicialistas de su viejo aliado Eduardo Duhalde como Alberto Iribarne y Jorge Argüello y logró que el chico Gustavo Beliz lo secundara tras unas internas en las que, obviamente, iba a imponerse el aparato cavallista. Cavallo se alió con Beliz convencido de que iba a ganar, sin pensar en esa segunda vuelta que anoche quería presentar como un triunfo. El triunfo que necesitaba como el aire para competir por un electorado justicialista fragmentado y desorientado. El vasto archipiélado que pronto disputarán Carlos Ruckauf, Carlos Reutemann, José Manuel de la Sota y, muy atrás, Carlos Saúl Menem. Pero ayer el electorado porteño le pinchó el globo con una diferencia abrumadora de votos que en parte fueron a favor de Aníbal Ibarra y en parte en contra del Mingo. Que, por necio, se arriesga a perder dos veces. Algo terrible en la era del oportunismo.
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