Por Verónica Abdala
La fisonomía de Gonzalo Garcés le permitiría trabajar como modelo o actor de cine. Incluso es probable que algunos de los transeúntes con los que este chico de 26 años se cruza en el barrio de Monserrat, en la producción de fotos para Página/12, lo confundan con un galancito de TV. Una chica lo mira, curiosa, y no acierta con el nombre. Muy lejos está de imaginar que ese muchacho de pelo largo y ojos azules es escritor, y más aún de suponer que su segunda novela, Los impacientes, que acaba de publicarse en la Argentina, ganó el Premio Seix Barral Biblioteca Breve 2000. El premio es prestigioso no sólo por su valor en efectivo sino porque en años anteriores se llevaron escritores de la talla del peruano Mario Vargas Llosa, el cubano Guillermo Cabrera Infante, los españoles Juan Marsé y Luis Goytisolo y el mexicano Carlos Fuentes.
Garcés estudió en Alemania y Estados Unidos antes de comenzar la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente reside en París: allí recaló poco después de haberse embarcado en un viaje que emprendió tras la muerte de su madre en 1995. Se autodefine con ironía como �hijo de socialistas divorciados, y por ende muy apegado a la propiedad privada y las alianzas resistentes al tiempo�. Como un chico que visitaba a su padre en Madrid y que �gracias a las risas de los compañeritos� se detuvo a pensar en el lenguaje como problema. Como �un lector fervoroso de Borges y Cortázar y un pésimo estudiante�. Garcés estima que �en la época suicida que vivimos, cualquiera que consiguiese aportar al pensamiento un elemento lúcido y a la vez positivo merecería el título de revolucionario�. Ve su biografía �como un solo y prolongado esfuerzo para superar una herencia liberal y escéptica. Un esfuerzo característico de una época y, en parte, de una generación. La moral, la ética, la historia, no me obsesionan menos que la forma y la técnica novelescas�, explica. Y agrega que aún no piensa volver a Buenos Aires: �La distancia y los años me la van haciendo mítica, y sería impío rebajarla al rango de ciudad como las otras�.
�¿Se siente un escritor precoz?
�No. Esto de que en la actualidad a los 25 o 30 años los chicos sean �precoces� para casi todo me parece una locura. A los escritores del siglo pasado los hubiera matado de risa. Hay una amplia mayoría de escritores que publicaron antes de los 30 alguna obra importante. Muchos ya habían descartado otras. Me parece que se retrasó muchísimo el umbral por el que una persona pasa a ser adulta. Es una cuestión generacional y de clase.
�¿Por qué dice eso?
�Porque me parece que a los que nos pasa eso somos hijos de padres que fueron hippies en los 60, hoy son profesionales, tienen un pasar más o menos cómodo y un marco muy liberal en sus costumbres. De eso salen chicos que representan la visión del mundo de los adolescentes tardíos, que sienten que a los 30 años no tienen claro qué harán de su vida. La adolescencia pasa de ser una edad para convertirse en una vocación. Cuando esos �chicos� cumplen 40 pasan casi sin transición a un estilo más propio de la tercera edad. Pareciera que no queda espacio para la adultez, en el sentido de una relación madura con el entorno y con la vida.
El argumento de Los impacientes está relacionado con diversas cuestiones relacionadas con la juventud. En principio, gira en torno a la relación de Mila, Boris y Keller, tres amigos de 17 años que viven en el Buenos Aires de fin de siglo. Mila, aspirante a escritora, carga con un hecho traumático desde la temprana adolescencia, y vive con Boris, pianista y promesa del jazz. El triángulo se completa con Keller, narrador de esta historia que su autor define como �el boceto de un discurso amoroso, o una pequeña gran historia de amor�.
�Un personaje dice �Todo llega demasiado tarde cuando llega a tiempo. Si no podemos tener cuarenta años antes de cumplir los veinte, no vale la pena tenerlos nunca�.
�Es una convicción que comparto plenamente.
�¿Qué sentimientos le provoca esta idea que propone para los jóvenes la eterna adolescencia como una posibilidad de vida?
�Estoy muy alejado de eso, y siento una franca antipatía por ese modelo adolescente. Me parece que es involutivo, y, sobre todo, que es imposible hacer literatura desde ese lugar narcisista, parasitario, pasivo.
�¿Usted no es uno de esos hijos de ex hippies?
�Sí, y porque rompí con eso hablo con conocimiento de causa. Mis viejos fueron hippies en los 60, en los 70 se politizaron... Mi mamá llegó a militar con grupos guerrilleros, cosa que a mí me hace transpirar. Conozco esa realidad. Soy hijo de esa generación que abortó la revolución. Es paradójico, pero todos los menores de 30 pertenecemos a esta generación que para ser rebelde tiene que denunciar, precisamente, la adolescencia, etapa que históricamente estuvo asociada a los símbolos más genuinos de la rebeldía. No soy el único: casi todos los escritores jóvenes están intentando diferenciarse de esa imagen infantil. Me parece que por ahí pasa la posibilidad de existir, en términos individuales y colectivos.
�¿Por eso se fue de la Argentina?
�Probablemente. Mi momento de cortar el cordón con el mundo de la infancia se produjo tras la muerte de mi madre. En ese momento partí sin rumbo fijo: la idea era viajar, buscar nuevas experiencias y profundizar mi relación con la literatura. Pasé por Alemania, Inglaterra, y llegué a París. Y sencillamente, me fui quedando. Me casé y escribí Diciembre (1997) y Los impacientes. No deja de ser una etapa del viaje, de todos modos. Por ahora pienso mantener esa distancia de la Argentina y de esta ciudad. No me fue tan mal estando lejos.
�¿Teme no llegar a superar la repercusión que obtuvo con su libro? ¿Cuáles son los riesgos del éxito?
�Supongo que tomarse demasiado en serio todo esto. Esto de dar notas, por ejemplo, es parte del trabajo que hay que hacer. Pero sin perder de vista que tarde o temprano uno vuelve a ser el mismo anónimo de siempre: un tipo al que le interesa casi exclusivamente encerrarse para escribir.
La banda de sonido de 1974
�En 1974 mis padres residían en Buenos Aires. Para mi, esa época era algo así como la edad de oro de la lucha armada: poco antes de mi nacimiento, pusieron una bomba en el edificio donde vivían. Explotó un piso más abajo. Mi madre despertó de su siesta con el pelo cubierto de fragmentos de vidrio y vio las astillas de la puerta clavadas en la pared. Un amigo psicoanalista, que se encontraba allí por casualidad �creo que pensaban ir los tres al cine� le tendió un tembloroso vaso de agua y un tranquilizante: �Estás embarazada de nueve meses, Ana, es necesario que te calmes, tomá esto�, le dijo. Dicho lo cual se lo tomó él mismo, de golpe. Yo nací poco después, los pies por delante; el estruendo había provocado una media vuelta del niño en el útero: razonable, procuraba alejarse de la salida. Esa prudencia uterina y esa falta de entusiasmo por la política marcaron mis años posteriores. En algún sentido, el estruendo de la bomba sigue siendo audible; cuando pienso en la Argentina, desde París. Esta vez procuro, dentro de lo posible, no salir con los pies por delante.� |
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