Por Diego Fischerman
Claude Debussy revolucionó la manera de pensar la música como nadie. Las rupturas de la escuela de Viena (Schönberg, Berg y Webern) siempre parecieron más importantes, más radicales, más extremas. Sin embargo, las de Debussy transformaron de una forma mucho más completa todo lo que hasta ese momento había sido la composición musical. No es que no haya habido antecedentes. Berlioz, Gounod y, por supuesto, Gabriel Fauré, habían estado siempre un poco (o bastante, según el caso) alejados del mundo estético dominante, el del eje Alemania-Austria. Su amigo Erik Satie decía a Debussy que había que componer una �auténtica francesa y, en lo posible, sin chucrut�. Y Debussy, que jamás citó una melodía folklórica ni un ritmo que pudiera hacer evocar a las danzas populares, sin embargo le hizo caso. Porque su apuesta fue ir mucho más lejos del pintoresquismo, hacer algo mucho más interesante que remedar culturas populares que ya estaban bastante bien sin necesidad de nadie que viniera a corregirlas. Su apuesta fue la de componer una música que tomara la prosodia de la lengua francesa hablada. Los acentos de la música de Debussy son los del francés pero, además, su manera de entender la forma (algo bastante más abstracto) fue única, original y, ya que Debussy era francés, francesa.
La música de Debussy es, en todo caso, la primera que está pensada desde otro lado. O, dicho de otra manera, la primera que no se organiza a partir de los distintos grados de tensión de los acordes y de un sistema de narración complejo estructurado a partir de la generación de expectativas y los trucos para dilatar las resoluciones anheladas. La música de Debussy difícilmente sugiere un camino único. Después de una nota puede llegar cualquier otra. Los ritmos se parecen más a la prosa que al verso (una verdadera transgresión de uno de los preceptos básicos del romanticismo). Y los colores orquestales o pianísticos obedecen más a una cuestión climática que a relaciones temáticas o motívicas. De ahí tal vez el sayo de impresionista que se endilgó como para homologarlo a los pintores de su época (y su ciudad). Pero no hubo tal escuela, no hubo ninguna corriente de compositores impresionistas y algunos cuyos estilos pudieron asimilarse en un comienzo con los de Debussy (Ravel, Reynaldo Hahn, el mismo Satie) evolucionaron hacia rumbos altamente diferenciados (o es que el Bolero tiene algún debussismo en algún lado).
Dentro del panorama de su obra, las composiciones para piano ocupan un lugar fundamental; en primer lugar porque atraviesan toda su vida creativa y permiten, por lo tanto, estudiar la formación de un estilo en el que el autor, de todas maneras, nunca pareció un principiante. Una de las características de su música juvenil es que, más allá de algunos lazos con el pasado (César Franck, particularmente) muestra una gran madurez. El álbum que acaba de editar Decca, a cargo del notable pianista francés Jean-Yves Thibaudet, es el segundo que éste dedica a la obra para piano de Debussy. El anterior incluía los Preludios, las Estampas y algunas composiciones breves. En éste pueden encontrarse las dos series de Imágenes, piezas breves (Elegía, Balada, Vals romántico, Homenaje a Haydn y Berceuse héroique y el Étude retrouvée, entre otras) la Suite Bergamasque, Children�s Corner y los dos libros de Estudios. Escritas entre 1905 y 1915, estas composiciones abrieron las puertas para muchas de las cosas que se hicieron con la música durante el siglo XX (y que tal vez se sigan haciendo). Existe una serie de leyendas acerca de cuál es la manera �correcta� de interpretar a Debussy. Algunas de sus propias frases, por ejemplo, se prestan demasiado a los malentendidos. Debussy pide a quienes toquen su música que suenen como si los pianos no tuvieran martillos. Tal solicitud ha determinado generaciones enteras de pianistas incapaces de un ataque definido o de una articulación clara. El caso de Thibaudet es el inverso. Sus lecturas son de una literalidad apabullante, lo que podría llevar a pensar, de la mano de otro de los mitos universales de la música, que sus lecturas son frías o descarnadas. Nada más lejos de la realidad. Thibaudet frasea, no se limita a mover rápido los dedos y se le nota. Su toque no es el de un principiante (se puede tener en cuenta que ya hace más o menos una década tocó la dificilísima parte de piano de la Sinfonía Turangalila de Olivier Messiaen) pero, en cambio, está atravesado de espíritu juvenil. En todo caso, la lección de Thibaudet (una lección difícil de olvidar) es que el respeto extremo por la partitura es un método tan bueno como cualquier otro (tal vez mejor) para que la música del pasado sea capaz de revivir.
En el medio de la guerra y del cáncer, Debussy terminó su última composición, los Estudios para piano, tres años antes de morir.
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